Qué sabemos del tiempo si apenas vale
la mala manera que nos hace gruñir a cada paso,
el vicio de ser hombres dañados. Hacia dónde bajamos
muriendo en cada peldaño al huir de las leyes
que agitan las tierras revueltas y de la paz que reina
en el infierno de los calendarios. Si las palabras
ya solo son un grito caníbal, un cuarto cerrado,
un saco de fuerzas gastadas, pantanos de tiempo,
estanques de fuego duro en los que lentamente
surgen nuestros rostros como figuras de un Pisano.
Densidades espúreas de los lodazales, ecos del deseo,
fibras de la memoria, cegueras del intelecto que acecha
lento como el ritmo por el que se adueña
de tu cuerpo el hambre. Pues no es comprensible a esta orilla
la abundancia del alimento ni la ausencia de un alma en tu interior.
Porque cuando el eco de las voces se apaga
hay noches que aún te devuelven, entera, la vida.

Ya vienes, ya llegas, en los brazos de esa noche que todo lo amansa,
cuando el silencio se corta aún según la hechura vacía de los pasos
de esas reses que vuelven del mercado sin saber
que han vuelto a burlar la muerte, que siempre espera. Y si el muchacho
en bajo canta y en alto respira, lo insignificante tiembla. Porque
ha encontrado la salida, porque ve el espacio que comparten
el mugido y la mosca, la pezuña y el barro, cada día. La mañana
existe, y su corazón ahora se ve como una gran torre
de gotas de rocío. Por eso cubre el camino la ceniza dorada,
por eso la calma es la madre de la anarquía. Y ya llegas,
y es tarde por alguna causa imprecisa. Tu boca
era un tesoro de otoños. Tu ausencia, una jaula de inviernos.
Y el tiempo no pasa. En cada día que acaba, en cada hora que marcas
el mismo tiempo inmóvil mira desde su atalaya. No respondes
y este libro ya no tiene páginas. Yo te maldigo, soledad, muerte,
yo me enfrento a ti, Dios injusto, que nada guardas
y nada nos devuelves. Pronunciará mi boca todas las blasfemias,
y cruzarán mis pies todos los infiernos. Y, aún cuando ya no quede nada,
hallaré el camino de regreso, llegaré a las puertas del lugar donde se halla
todo lo perdido. Y las abriré para devolver la realidad a la realidad.

La noche. La más sabia de las mansedumbres.
En su ignorancia, para quien duerme
todo es desorden. Pero su sueño persigue
una vida no representada, la resonancia
que renueva una vez más
su fe en todas las cosas. Y ahí
el temblor de cada pensamiento es la única fuerza
que mira desde arriba todo. La nada infinita es pequeña
frente a esa emanación sosegada, ese tiempo lento y fibroso
cuya serenidad ahora nos aturde y espanta.

Y si un día brotan con mesura las fuentes más ocultas,
y el injerto de la vida aún llora su resina
hacia ese aire nunca conducido, nunca respirado: humildad
de saber que la noche nunca es noche
porque se apagan las palabras ya de día
en lo que al final siempre es expolio, pues ya no se descifra
ese deseo que mueve como relojes a las bestias sinceras
hacia el abismo más plano, hacia el fondo más impenetrable.

«Por aquí», se oyó al caer la tarde. Unos marcharon
hacia la maleza, otros contemplaron el horizonte
y otros fueron emanaciones cálidas de lo oscuro
como llamas pentecostales destilaron sus manos híbridas
linfa delicada, lágrimas de plata, copos de zafiro. Doble región
en cuyo aire vespertino la primera gota de oscuridad
hace presentir un gran descubrimiento. No es ver, no robar
el canto entre las ramas, la luz de la mañana que en su ser
se mantiene siempre fiel al rito más cuidado. Es acaso el ser
que se hace más inteligible a esta orilla. Y su voz responde
«donde no nos oigan». Y es la noche el mausoleo
en el que arden la droga y el tiempo.