Hombre, figura, fondo, lento río de una muerte sin memoria,
sendero intransitable, vacío enigma de la vida y sin embargo
cuerpo ahora valiente, ahora desván de hondas paciencias,
silencio de techo derrumbado, consumado como el alma
clavada a esa vida que aún no vive. Figura, fondo,
despertar que prescinde del caudal del miedo y lucha
como huyen dentro de su piel los animales,
como se secan las plantas y como las piedras y el agua
son la mansa desintegración de su desidia.

Duermen, desconocen que su cuerpo yo no alberga
fuerza mayor que la mitad de una vida. Y, si su ser
no encuentra nada más allá del estar vivos, es que llueve
y no es el cuerpo sino un rodeo entre las cosas. Claudicando
hacia lo eterno, tal vez. Atenuándose. Pues es que lloran
todas las sagradas contemplaciones. Y aún habrá que contemplar
el abismo en el que resucita el más ancestral de los miedos
cuando nadie sepa nuestro nombre. Será la nada, la debilidad, el asco.

Las pecas, un anillo, la lenta migración de una esperanza.
Tu voz, fenómeno material delicado y frágil. No te veré más
y los guardianes del tiempo no nos devolverán los rostros perdidos
como el mar devuelve la brisa, los cuerpos, la rabia,
las raíces de todo, lo que da vida al vacío,
lo que resuena en cada parsimonioso naufragio: una visión
solo una y quizás siempre la misma. Como tu mano,
en cuya misteriosa concavidad dejé mi infancia.
El riesgo sensato te divide. Y es la añoranza de un destino
lo que arde, lo que por ser ya inmortal descarga en el mundo
su esclavitud. Pesado recuerdo de lo imposible. Y ahora,
volver al Amersham Arms, a ese templo de polvo y carcoma,
a la guerra de las primeras guerras, como sequía, al útero, al taxi,
al fondo del mar, a una callada despedida o quizás a todas,
a una casa que no es mía, una ciudad de asediadas libertades
porque nadie da ni quita importancia a ese recuerdo.

Hombre, una, tal vez, entre tantas otras formas de aire y fuego,
tan simple y tan labrado que vienen a durar las cosas lo suficiente
para sentar conocimiento y uso, para levantar nuestra vida
en tal sabia mansedumbre. Caminar solo
cuando en cada cosa se ejerce la ley abstracta que muestra el universo,
no solo por la luz que se cumple en ella,
porque no es una imagen, rancia dejadez servil del cuerpo luminoso,
sino la forma de una imagen reflejada en un espejo,
fondo desmembrado de una luz furtiva y sabia
que en su lento serpentear tienta y oculta los designios
de la penumbra, las formas más palpitantes de lo oscuro,
lo más profundo, lo más verdadero, creencia de la que no podremos
desprendernos, esfuerzo repetido de una luz que en sus ansias de vivir
todo lo profana y todo lo rebaja y dice «yo» dejando el resto sin sustancia.

No avanzó el grito solitario hasta la parte de bastarse a sí mismo
en la caricia ciega y el corazón cerrado. Qué es la vida, qué hay
de cierto, qué llanto sin vanidad y ocupación sin muerte disfruto
cuando vertiginosamente cae la insoslayable gravedad que nos lleva
a dormir con quien no amamos. Desde nacer, siempre uno y el mismo,
este cuerpo que nos pone de lleno en la vida y en la muerte,
siervo más de la rutina que amansa y esclaviza. Noche tras noche
las muchachas se embellecen para nada,
los hombres mienten sin piedad
y la vida insatisfecha es la ley. La Irlanda rural, el capitalismo salvaje
y las flores que venden las rumanas. La impaciencia de los taxis
a estas horas, en una cueva llena de fiestas que no cuajan. Donde por miedo
avanza la paciencia que da vida ciega a quienes llaman y dicen dónde están
y qué ha pasado. El deseo impone su ficción a cada vida, y la alegría es
lo que lentamente descifra cada emoción. Aliento, condena
lo intacto que cede, unidos temor y tierra
en el gozo intermitente que sabe que la verdad
es lo más humillante. Sí, se dirán un día que la vida no es ya la misma.
Pero qué fue, si solo al rito de la carne abandonaron la existencia.
Niebla. Querrás siempre siempre a alguien en silencio, arrepentido
de haberte ido. Sus hijas acabarán durmiendo en cualquier casa
y no sabrán que ellas viven la vida ya solo como el aliento que expira
o el amor que no llega. Aún con veinte años.

Las calles que hicimos casi nuestras.

No se halla en la fuerza de los siglos ningún rastro del tiempo.
Solamente escúchame. Te pertenezco, mírame a los ojos.