No me despertaré si esos gritos son la voz de la mañana,
si la noche aún mendiga su aire en las canteras,
si se rinden las flores ante un hedor y un color inalcanzables.
Maderas podridas con sus vagos sueños de moho y conocer.
Barros salvajes que llegan tarde a la vida y pronto a la muerte.
Sucias malezas. El accidente, el cáncer, la vejez. Si se rinden

y existe el invierno, que es la íntima disciplina que conduce
a la presentación del fuego más perseverante de los fuegos,
el que hizo de la mirada del amante no solo inmovilidad
sino también naufragio.

No resucitarán los amantes. Pero vuelve, erguido,
al cantar profundo del alimento. Escucha,
esconde esa moneda y bebe de esta fuente,
pero mantén siempre tu promesa. Mantén el viento
sagrado, el canto de la ortiga, la huerta ceñida a la paz
del símbolo que permanece. Defiende el suelo cuya raíz
ya solo un suspiro ve como tierra en la que arraiga la verdad
ya toda, yerma y sin acopio, en los días del cuerpo absoluto.

Largo camino para los pueblos del futuro.

No volverá tu tiempo, pues lenta es la riada
en esta tierra que toma el nombre de humedal,
que desestima la vencida porosidad bulbosa del barro,
ya vacía de todo lo percibido en su aire de muerte.
Es el radón, es el hedor cristalino de las algas en la orilla
con sus dos fuentes de eternidad: lo seco y lo hundido.
Y es el cielo gris en su mansa podredumbre
lo que devora nuestros pasos, pues no hay en sus veredas
rastro del fermento original sino solo la hondura
de este hambre resentido que implora clemencia al tiempo
que petrifica avellanas olvidadas en huecos perdidos,
y huesos, y que devuelve letras sin papel como madreselvas
perdidas en los barros más íntimos. Pero quedan, quedan aún, siempre
restos de piel entre las uñas, como arenas que vuelven del fruto a la hierba
y de la hierba al agua que empapa esa tierra secreta e impasible
que exuda, canta, y que llama al rezo inmediato, a aquellos milenios
de tantos días sin comer. Es ley. No hay antepasado sin descendencia.
Tan vulgar es la ley que nos explica. Una lóbrega cadena de digestiones
salpicada de lujuria y de odio. Y tanto alimento, tanto alimento,
y tanto esfuerzo que eleva lo que ahora ingenuo desaparece
en esta comida, en el plato cada día, como un viejo actor
en su teatro de siempre.

No volverá un abrazo a apretar la esencia de los días
ni los ojos filtrados, lo que no alimenta, la voz parada
y esos fangos saciados en los que se ahoga
lo que aún no nace cuando se dice que sobra todo.
Nada volverá a su antiguo cauce. Ya es tarde
para que las piedras hablen. Si hay futuro
no pertenece ya más que al campo del olvido.
Todo se filtra y al alba se bebe el agua más callada.

No quiero despertar.

Por orden riguroso, primero se olvidan las palabras,
luego los años. Un arco de luz lo consagra todo
y ya no es el pájaro, sino el aire, lo enjaulado.
Ya tu voz es la prisión definitiva de todos los vuelos
pero también, solemne, el aire infinito. Porque arde ese alma
cuya labor enaltece las cosas, se hacen verdad de piedra
tus ojos, cerrando la puerta que da al ser y al tiempo. Ladran
quienes viven con lo que tienen cuando su casa ya no cobija,
pues se almacenan todos sus gestos inertes junto a sus cosas
y algo temen. Y ladran, aunque ya conviertan en símbolos sus cosas
y luzca cada posesión como un alimento en el caleidoscopio de la digestión.
Vaga espesura, materia abstracta de lo más inconcreto, lo menos humano,
ese alimento que debilita, hambre que llama al hambre. Es la carencia
que lo justifica todo.