Tierra última. Ya no lo que se recuerda, no lo que se fue,
sino un aullido entre formas de barro. Tal vez
el reflejo fiel que permanece hundido ante su misma esencia.
Lo que nos hace ser si se echa en falta la vida y cada tarde,
apartada de todo, aún desfallece sin tener por luz estos olmos
y, aún sin hallarse, termina toda hueca, toda ya mentira. Si ya
no se puede vivir. Porque estos fríos grises ya nada prometen
y ya no es viva voz lo que en este cuarto resuena, sino tierra,
amargos espesores de un foso de vencidas palabras, el olvido
de una soledad tremenda y ciega, tan ahogada en los insensatos
gestos de la noche que cada paso en mi vereda oscura
vuelve a ponerme ante su enigma.

Pero no la llamaré tierra, porque no la labra ya mi eterna súplica
y ninguna yerma hondonada la recoge sobre sí misma ya
hacia el cielo. Las fuentes de todo su ser desdicen
cualquier lejanía más allá del milagro de la simple paciencia.
Es una muerte que nadie nota, que nadie afronta,
porque se nace por casualidad y todo es regalo.
Todo basta. Y también estoy cansado ya de esa alegría,
de ese derroche de costumbres satisfechas,
y aún más de los que envuelven en odio transparente
su envidia. No saben que pronto se elevan las huellas
de quien vuelve sin nada, con ya solo el alma.
Tras sus pasos quedan remolinos de vacío en el camino
que empujan hacia el cielo todo lo que se retuerce
como columnas barrocas. Tierra, cáliz misericordioso
de almas prisioneras, pero tan libres, en su soberana renuncia
a una angustia de guijarro y polvareda, a un murmullo
de regueros, de arboledas. A una vida que subyace nunca hecha
y que renuncia, como se descartan la semilla que no germina
y el animal vago o desgastado. Solo echan en falta el futuro
los pueblos con pasado. Aquí, solo faltan los nombres sagrados
de los que contemplaron desde su muda soledad la vida
con el orgullo de ser lo que se es, sin merecer ni desmerecer
más que el significado de bastarse por sí mismo.
Un día aire, otro ayuno. Y nunca falta nada
cuando se esparcen las penas en el alma.

Aquí me crió el inmenso fragor de las choperas, el manto
ácido de las tantas y tantas hojas de los pinos, la áspera
amargura de la bellota y la blanda pulpa de las abogallas.
Desconocí la precariedad oculta de lo real y el suspiro
de los regueros y de las fuentes. Siempre cogiendo la fruta
del árbol. Cada sabor en su estación, en el abrirse en redondo
del tiempo en desbandada. Hasta que hoy, los días
tan iguales, en este interludio de excusas y deslealtades
en el que aún soy, ya por poco tiempo, recogen mudos el débil
temblor de las nuevas maduraciones. Pues los que vivimos al aire
en nada vemos estorbo, en nada sentimos la vida
porque la generosidad del campo apaga los latidos humanos
que dividen y reparten el mundo. Cercanías incesantes.
Así hablo y respiro. Como el día se hace a la noche. Como el niño
que reconoce ya en cada momento la soberanía de la muerte.

Lo vulnerable.

Diez grandes lentos huracanes.

Allí la bisagra, la manivela, el manillar, el pestillo,
la cristalera, el alféizar, las persianas bajadas,
las ventanas abiertas, la casa tan llena
de muerte. Los animales, la humedad,
las fuerzas del envejecimiento natural que sustituyen
la mano y el uso. Lo útil se guardaba y se cuidaba
y hoy las manos desprecian los objetos que pesan
tanto como losas. El balde, la palangana, la puerta
que se abre con miedo. Oquedades de la tarde,
la triste oscuridad del tú que se hace piedra
en cada cosa, no solo en lo que hiere y en lo que baja
cada noche a su infierno. El gemido de esos odres
que naufragan en calladas despensas. Alma,
solamente meditación de la vida ausente
que como un pozo de fiebre y de voz en su agonía
es el embalse y es también mis ojos. Porque hay un río
caudaloso que los llena. Es así mi lengua sellada por el fuego.
No hay rincón libre de fracaso y mi ausencia es buena
si la casa vuelve a llenarse de luz cada día.