Aquí el ladrillo, rojo, marrón, negro.
Allá la piedra desnuda sobre la piedra.
Aquí casas de barro y paja, allí el cristal.
Y aquí la fuente del tiempo que todo lo anuncia.
El que todo lo descarta, doblega y envenena, el perdido
en una calle de Mileto cuando los vivos cántaros cambiaron
las formas animales por la energía abstracta de pensar
en la desgracia. Ornamento, rostro exacto. Pues donde la masa dura

se forma una nueva mercancía, con el mismo uso. Ahí termina el mundo
y no vendrán tus ojos a ver lo que se ve ni a contemplar la familia
que se consume en el pozo de lo imaginario cuando sobran todos. Ahí
el fuego ya no es la condición de lo precedente, sino la profecía
de quienes nos suceden como hechos aislados,
como tormentas de ceniza y tiempo en Brockley.

Como encallaban las más inmensas naves en costas extrañas.
Como una potencia imparable todo lo aniquila y todo lo realiza.
Como la vida se define por la consumación y la pérdida.

Qué importan las ciudades perdidas cuando hay imperios
que se forman a oscuras en lo sórdido.
Qué importo yo si nunca sé si estuve vivo, ni aún si está tu voz
en el otro cuarto, cargada de su más pausado augurio,
de tu llamada. Porque no soy nada si tú no esperas.

No es visible la pobreza de los días. No encuentran los ojos
lo que a cada paso es pérdida, la pobreza de no ser nadie,
de no dar por seguro ningún merecimiento.

Ese abismo que miras porque ese abismo es puro,
eso que contemplas de lejos y acabado. Y que ya rinde.
Pero no han vuelto las desaforadas bandadas
de sensaciones clandestinas a organizarse en el cielo
de tu desprendimiento. Nada vuelve a esperar la paciencia
aquí vencida y allí erguida, ni el sol de aquellas mañanas
espera iluminar vidas distintas. Ya no hay diferencia,
solo distancia. Como la distancia entre los árboles plantados,
como el vacío que hiela. Como la deserción y el reposo.
Si más se vive cuando nada importa. Si toda semilla necesita
su desorden.

Somos lo que nos desconocemos. Una puerta
a oscuras cerrada y a oscuras abierta.
Una gastada ofrenda, el sonámbulo ritual
de las interminables presencias.
Porque tu mirada es limpia. Una cierta sagrada vehemencia.
Somos sótanos abarrotados de daño y abandono
y el desastre de la ausencia es nuestra calma.

Todo pasividad, todo un espejo
sin otra más lograda imagen, sin otro nadie.
Cuando en tus más gastados gestos
arden las murallas todavía, y a lo lejos se descubren
nuevas hogueras. Pero el mismo humo, la misma fiebre.
Así ha de agotar el mundo su audacia. Nada hay que valga
en el recuerdo para ese mundo de provecho y odio
y hay que evitar pensar el principio de la vieja cadena
si ya todo se apaga. Ya no hay fuerza que desmienta el mal,
no existe lo bello. Solo avalanchas de rutina y tiempo.
Habla el viejo, el enfermo. Pero queda intacto
el orgullo de haber sido una única voz.