Hegel intenta describir constantemente las transformaciones de la libertad. Lo que importa es que ninguna forma de libertad se pierde. Ninguna libertad caduca. La superación de las formas de libertad propias de las etapas precedentes se produce en tanto que se mantienen. La libertad del niño sigue existiendo en el adulto, aunque sea de forma transformada o trasnfigurada. Las posibles traducciones del término Aufhebung apuntan en ese sentido: abolir, preservar, trascender. Con los sentimientos ocurre algo similar. Los sentimientos de algún modo son la experiencia interna más clara de la libertad. No hay una libertad propiamente racional. La libertad racional tiene un tinte meramente emancipatorio, pero la libertad, en su más ancha medida, siempre es algo más que emancipación. Quienes entienden la libertad como una configuración de mediaciones pactadas (medios que nos unen de manera contingente, ya sea política o culturalmente) pierden el único sentido válido del término libertad. Para ellos la libertad no es más que una cadena azarosa de experiencias a través de las que se producen encuentros y desencuentros. Lo único propio es la sucesión personal, el camino. Por eso confían en la memoria: el ser humano está constituido por una cadena personal e intransferible de situaciones inauténticas. Solamente desde esa memoria emerge un cierto sentido de identidad. El recuerdo común es lo que debe constituir el pathos social por excelencia. Pero de esa manera se pierde la posibilidad de coincidir esencialmente en el presente, se pierde a posibilidad de que la relación que establecemos con los demás se produzca en clave de presencia. Eso nos debilita y ese debilitamiento se contagia y se extiende. El cáncer social de la presencia es un agujero de soledad interior que se llena con productos que nos hacen imaginar no ya una vida, sino alguna forma de disfrute colectivo. Pero nada de eso se produce: no disfrutamos colectivamente las músicas, las películas, salvo en momentos concretos que se basan en otra cosa. Pero eso ni siquiera puede llamarse vida. Pero aún es preciso reclamar una posibilidad, y esa posibilidad pasa por entender la manera en la que el presente está lleno de pasado, entender que lo que manifiesta cada momento no es el fruto del azar, sino de una esencia universal que se nos presenta bajo un nombre propio y mediante la forma de un rostro concreto. Desde el patio de las imágenes podemos rebajar el poder de la presencia humana convirtiéndola en una imagen más. Pero eso ocurre cuando nuestra vida ha claudicado, cuando nos hemos desprendido de nuestra esencia y asumimos el rol permanente de espectadores. No vemos presencias cuando nosotros mismos no podemos ser presencias ni aspiramos a serlo.