Hay cierta relación entre todo lo que puede decirse y todo lo que puede existir. Solo a través de ese supuesto podemos sobrellevar la carga del lenguaje. El impacto negativo que el lenguaje tiene en nuestra integridad —fragmenta nuestra atención y nuestra experiencia— y en nuestra memoria. La forma, para Aristóteles son dos cosas: la estructura del cuerpo y todos sus posibles movimientos. Eso tiene unas implicaciones brutales a lo largo de toda la historia de la filosofía. Si Platón es el pensador de la simplicidad del alma, Aristóteles es el pensador de los compuestos. Todo esto tiene una relación estrecha con la música de Bach. Cioran presupone algo que no podemos considerar directamente obvio: que, por ser creador del mundo, si aceptamos esa premisa, Dios es también creador de todos los seres y todas sus obras. Bach es, en cierto modo, una prueba de la perfección de la creación hasta para un pesimista como él. Asumir ese planteamiento implica presuponer que Dios debe tener cierta idea de toda la música que en un determinado momento sonará en el mundo para ser el creador del orden cósmico dentro del que habrá un Bach que exista. Si consideramos que el acto divino de creación no va más allá de definir unas leyes elementales, simples y abstractas, estaríamos ante un Dios que marca los límites de lo que puede pasar, pero que al mismo tiempo ignora los rasgos peculiares de todo lo que puede ocurrir en el universo creado. La generatividad de una fórmula, todo lo que puede ocurrir en virtud de la misma, no es una prueba de la perfección ni de la belleza de dicha fórmula. La generatividad es un concepto que tiene que ver con la fuerza o con la potencia que con la perfección. Eso implica, aunque suene paradójico, que la música de Bach puede ser en sí misma más perfecta y bella que el universo en su totalidad, incluso si no es más que una parte insignificante del mismo. Una prueba de ello es que es posible pensar que si Dios hubiese sido capaz de concebir o conocer de alguna forma, por anticipado, la música de Bach, el universo habría sido completamente diferente. Así, Leibniz, de haber conocido la música de Bach tampoco habría dicho que Dios hizo el mejor de los mundos posibles, sino más bien que el ser humano habría llegado a concebir el mejor de los dioses posibles. Un Dios que, de existir, habría creado un mundo mejor, infinitamente más perfecto que el que conocemos. Es más, podemos sospechar también que las leyes fundamentales del mundo parecen ser bastante imperfectas como ‘fórmulas generativas’ si tenemos en cuenta lo poco que ha influido la música de Bach en la propia historia humana. El hecho de que acontecimientos como el Holocausto hayan ocurrido después de Bach confirma la intuición leibniciana de un mundo en el que ocurren el mayor número de cosas posibles, pero de manera desastrosamente desordenada: ignorando el orden lógico que debería haber tenido lugar si las más radicales formas de concebir y expresar la belleza tuviesen una mínima influencia en el devenir de la historia.