Nadie puede explicar dónde nacen
los cálidos riachuelos que se cruzan
en el centro del mundo. Ya viste
al tiempo perder en las tardes de otoño
su torpe dirección en los paisajes, nadie
sabe orientarse en este roce ciego
de distancias difusas, de ecos
que vuelven mansos a la voz
que aún se esconde dentro
del cuerpo. Lo que puede vivirse
es siempre el regreso de las cosas
que no pasan, pero que llegan
al río. Allí se contempla la verdad,
el tronco de la vida tal como es,
lo que es suficiente sin que nada ocurra,
allí tiembla el embrión de la idea de nacer
sin que nada viva. Lo que ocurre allí
no lo conoce nadie y quien llega allí
lo sigue viendo todo desde fuera
hasta que de repente un bloque de luz
densa como el plomo atraviesa
el invierno convirtiéndolo en diamante
y nos hace intuir la última verdad
que en el mundo puede conocerse.