Vuelve el cuerpo perdido como vuelven las estaciones
que insisten en la forma de la mano que en ellas excava
el surco que anuncia otras ganas de vivir y otro miedo a la muerte.

Vuelve el polvo al que volvemos de repente tantas veces,
porque en la boca cualquier verbo es ofrenda, y el grito
adolece de no poder decir más porque la muerte
es la más pura y transparente honradez del cuerpo,
pues no es la vida nada más que la herencia siempre intacta
del más profundo y sostenido nacimiento.

Descansa, el cuerpo que espera las estaciones y sabe
que solo posee lo que le falta. Allí surgió la ausencia,
aquí se hizo más honda. Así falta lo de fuera que alimenta
todos los adentros. Dios o tú. Así los silencios
son la falta de raíz que nos hace indignos de la plantas.
Así carece la luz del poder de mover las sangres
y del don de la locura. Y pensar es el pozo del nunca reverdecer
porque las palabras ya no llevan a las gentes de la mano
a los callados márgenes del porvenir.

Junto al fuego, filas de hombres que no conocen
más lucidez que la fuerza y la riqueza, y que ignoran
la eternidad de la espera, el aire generatriz del rayo seco,
del arroyo eléctrico que desperdicia su caudal
roca tras roca. Ese animal que ignora que el alimento
solo redondea su muerte y vive hundido en lo que no brota,
sin esperanza ni reserva, y se sabe tan puro y conveniente
como el estruendo a la ceguera, pues se oculta más tras él
la oscuridad que el silencio. La contenida inmortalidad.

Y si es ese el orden, si es esa la ley que impera,
la forma humana de la lluvia y del barro. Nada
de romper temprano el pensamiento y el temblor
de quien da la espalda a sus sueños
para recoger el fruto de lo que crece de una sola manera.
Nada para quien se postra ante la miseria ajena
como si la carencia fuese el último signo. Quien rechaza
el escombro y la mierda sin saberse escoria. Quien ignora
la mortal impunidad con la que nos diluyen los triunfos,
el pozo en el que lo injusto promulga la ley universal
por la que no hay culminación que valga en lo creado,
la que lo deja todo a medias. No. No hay un ser que no respete
las leyes de la vida y de la muerte. Todo allí enterrado
obedece. Pero también allí se mezclan los temperamentos,
allí la tierra tiembla y se disuelven las piedras
y vibran los musgos y crecen líquenes que no serán ya naturaleza
sino eco universal del fondo descompuesto que está detrás
de todo. Allí el campo es como un templo. Pasividad plana
o frondosa de unas almas que impregnan la materia que transitan,
jamás ya ocupándola. Son fantasmas en los que obtienen
otros astros su energía. Así olvida también el mundo
sus más cansados resplandores y sus más amplias cantidades
Allí la muerte rejuvenece adornada de esporas milenarias
y llega siempre pronto aún sin que haya nada que le dé el don
del cumplimiento, de la sazón, de la razón o del derecho.