Donde nace el mundo, tan angosta y hundida la luz,
tan oscuro en la escala de los dioses lo que deslumbra
nuestros ojos glaciales, tan ensombrecida la esencia del alma
por el agarrotado vuelo de los deseos breves, tan contenidos
en la poca generosidad de esa paciencia que todo lo retrasa. Allí,
partir una ausencia en dos. Devenir. Mantener,
desde entonces y hasta hoy, tan devastadoramente
la nada frente a la nada, que mirándose hasta el fondo
en su espejo, soy yo. Y es tú. Ambigüedad tan frágil
que no resarcirá ningún pronombre. Como tu voz no me llama
y tus manos se lavan otra vez sin tocarme.

Como tus manos, esparcidas en un aire infinito,
expresan que nada encuentra su lugar, su ser completo,
el eje oscuro, el diagrama, su verdad en la noche ni el augurio.

Nada recibe en vida el ser completo que lo mantiene en ella.

Nada. Nada se cumple. Ni la verdad de lo fugaz, ni la vorágine interior.
Como cada camino es el hueco donde se esconde la ausencia
cuando en tus ojos arde el tiempo ya a nada proclive,
en la más alta de sus cumbres. Incapaces cumbres,
cuando estos muros húmedos no tienen conciencia de ningún paseo
y sobra ya la vida en este valle. Y sobra el tiempo.

Un eco poderoso, un ruido sordo, un largo gemido,
el desengaño incomprendido que dio
a cada cuerpo su soledad, y a cada alma
su eterna odisea.

Aquí la materia. Allí los restos.

Porque agua dividida es la humedad
que en su más hundida resonancia aún busca una sed
y deja tiempo para un nuevo trasvase y una última evaporación.
Para los charcos de siempre en los que ya ningún cuerpo
pone su pie, pues marcha, cada uno, siempre de lejos,
como forma erguida y compacta, lúcida, a cuyo ojo de hielo
tardan en llegar otros seres de ojos de hielo,
celebrando la distancia, celebrando ser solamente
una posibilidad cumplida, un hecho claro. Apenas,
lo que nos permite hablar de dinero, trabajar a destajo,
ser animales, máquinas, sin otra ilusión
que la tardía constatación de lo posible. Tardan en llegar
porque nos sentimos mundo solamente por vivir,
fingida variación de la idea inicial que desencadena
todas las formas. Siempre fugaces, conscientes
solo para encontrar algo más capaz, una eficacia más cruda
en esta tierra en la que lo desposeído ya no encuentra
lugar para el reposo. Se gasta nuestra fe en lo que es
un poder ahogado en sí mismo. Una fuerza
que en su degradación hacia la nada no vislumbra
ningún rostro de humo sino la piedra enterrada. Ningún sentido,
tal como en lo cabal la soledad procede a la fundación de un amor
donde ojos y palabras no sirven más que de recuerdo
en un nuevo otoño. Alto vuelo en el que da la fe su aliento
a un hundimiento taciturno y más parsimonioso.

Es en el fondo de la noche donde el tiempo es tan simple
que no huye ni ahuyenta, mas solo aguarda la salvación
que a todo da morada. La generosa desenvoltura
que la mañana esclava expulsa llena de trabajo,
lastre de la prosperidad que no encuentra defectos,
luz que hace invisible la malicia que nos ciega
como un dios que lo justifica todo, y la rutina
cada vez más hundida en el desprecio de los días
fecundos de la infancia, de los que ya no se recuerda
el don de saber lo que no tiene uso. Lo que expresa
la vida que se da en todo por igual y no equilibra,
no hunde, sino que bendice. Porque
sin uso nada es inútil, sin escala nada es poco
ni malo. Es la medida de lo útil lo que hace
las cosas inútiles y la vida inútil.

Edad dorada la de las fieras saciadas.
Se desprendían de su ferviente crueldad. Calma
de quienes presumen de la constante pulsión
del ser que se desnuda con más calma.

Así estas palabras son ceniza de un cuerpo invisible
que arde por adelantado. Tuvo que morir.