La vida sin vivir, como una extinguida eternidad
que nos abrasa, recuento y memoria
de una pérdida difusa y cierta, torpe ocultación
de otra desgracia. No se vive. Tener manos ahora
es ya un misterio. Es lo profundo sin acierto, es la esperanza
de compartir escondiendo, el pozo de no merecer y el rito ciego,
alegre rutina, sueldo y esperanza vacía de lo inerte, de hombres
que aún arrastran su voz en duermevela y despejan
ese horizonte de faltas en el esfuerzo más olvidado de su sueño.
Tener manos como alas de ausencia, como el aire de la soledad
impone lo que no se vive. Es un misterio entre otros hasta que alguien,
esa última noche, come y bebe hasta saciarse. Hasta que alguien
comprueba tu fuerza. Hasta que alguien
estrena ropa. Alguien llora. Alguien nace
erguido como un misterio más nítido en el cristal de su edad
mientras el otro regresa.

Se vive lo que no se vive, se desandan los pasos
y los recuerdos son baldosas de plomo. Se regresa
a una silla, a una chaqueta, al mismo minuto perdido
que suma ya años. ¿Con qué derecho esperamos
que amanezca? ¿Qué inmerecida fe anuncia el despertar
si nunca se apagó tanta luz en tantos ojos? Nunca quedaron
tantos días incompletos y aunque las mañanas repitan
el color y el ruido, el olor y la certeza, aun cuando mañana
la vida en sus formas precisas vuelva a ser la misma,
hay una pirámide de máquinas y un enjambre de imágenes
que deja sin sentido cada vida en su arrastre de leyes y códigos,
palabras de la mente que repite un placer. Obsesión,
signo y estancia, pan y cárcel. Donde se toca el miedo
con manos de desperdigado tacto y falta esa extraña vibración
sobre la piel de otro cuerpo que ya nunca regresará erguido hacia
el eco de su más rigurosa entonación: donde sea su deseo sin forma
aún será noche, pero no casa, pues no hay hogar
en el que al hundir los días en tal melancolía.
Ya no hay cuartos tan preñados de emoción para que alguien
dijese «quiero, vamos, sea esta vitalidad fugitiva
fecundidad absoluta».

En ese aire ineficaz que el ahorro proclama y materializa:
aún el hombre quiere, la mujer espera. Y aún es
tan opaco el deseo que poco más que un viejo cuento
dignifica. Nadie en él recobra su voz. Ni hay recodo
que albergue la totalidad de un recuerdo que por defecto plasme
la mayor de las purezas. El ansia de durar
cae rendida ante la soledad pasmada
del grito hundido del ser agotado que vendió
su vida a bajo precio. Y no queremos llegar,
no necesitamos descanso ni casa, nos basta
el perfil borroso del tiempo.

Se miran. Y sus miradas saben que faltarán un día,
que nadie despierta de ningún sueño tan desaforado
y arrebatador. Y ahí se saben solos, se saben lejos
y se despiden y quedan sus cuerpos audaces
quemados, a la deriva. Así hay que olvidar.
No ser esclavo de la verdad y volver
por donde la mentira es la danza y la risa que se olvida.
Porque estos seres de trabajo y soledad no aspiran
a vengar su rutina, sino a ser convencidos
de que aún se les ama más allá del vicio diario
de fingir querer cada día. Y así las noches llegan.
Son días sin alivio, no hay palabra que calme mi corazón
ni ley por la que surja la vida del sosiego. Morir sin vivir,
hasta el punto de no sorprenderme ya el dolor
en este cuerpo que rechazo.

A esa voz que no sé llamar por su nombre,
porque ni nombre tiene al quedar perdida en la distancia
de la luz que entra de lejos, cómo librarla del embargo
que asume. Gloria, efecto, vida
o nada, soy o cedo. Si al final, terca lucidez,
comprendiese el ser la morada que habita
y el olvido que deja entre medias. Pero ven, entra,
que no es bajo esta luz donde comienza el olvido.