Di que se acabó,
pero qué puede concluir
si eso que termina no tiene aún nombre,
dime quién vendrá a poner en orden las palabras
y a cerrar el sótano de mis juramentos. Dime también
quién vigila las tardes
para que no digan que en aquellos árboles
siguen brotando las hojas y que el tiempo,
roto como un collar de humedad,
sigue pasando igual de entero en sus fragmentos. Dime
si un día llegas a entender la debilidad extrema
de los corazones inválidos.
Yo ya solo hablo
desde la entraña generosa del tiempo parado
como un temblor roto en dos y quieto en cada lugar
del ocaso y del alba, un temblor y al mismo tiempo
latidos, tenue trashumancia de
latidos cuyas frondosas arritmias
cuestionan la fósil pertinencia de las leyes y de los mundos
y desdicen el ver del ojo abierto. Son indicios del lento apagamiento
de las verdades. Pero veo aún. Tu cuerpo es la imagen del mundo
exterior. Eres lo que no son las calles, lo que no es la gente,
lo que no es el cielo ni la tierra. Eres
lo que falta cuando el mundo existe,
lo que no ve en ningún rincón
mi ojo siempre abierto.
Haz una cruz en lo alto del cielo y verás
para qué simple deseo fuiste un hueco. Mira con esos ojos
y verás miedo. Mira con esos ojos y verás poder
y la locura residual de una calma tan inservible
como un terremoto de fiebres vacías. Y ausencia.
Y de qué fallo la improvisada rectificación,
y de qué bondad el daño. Decir lo más simple,
atar con una cuerda de oro las piedras negras. Sujeta
así la vida hecha, irreversible, lo que te haga entender
que ya no importa lo que pase ahora, sino la razón
exacta por la que el mundo ya nunca será el mismo.
Escucha como suena eternamente el eco de tu corazón
en la gran meseta de las extinciones,
mira cómo está escrito el número exacto de tus latidos
en el límite de las cosas y date cuenta
de que el último es el canto de una nueva especie
de pájaros. Pájaros de la muerte. Sus alas son tu voz,
pájaros negros. Pero que cantan
también con sus pequeños saltos
y con sus errores
la nueva incertidumbre
del aire que respiran.