Tal como quedaron las formas
reducidas a tus ojos. Tal como una noche
abarrotada de fantasmas, ahora inmensos bloques
de cemento sobrenatural. Aquel sitio ruidoso
donde no quise comer, última cena, sí kebab
en Brockley Road frente a un póster
de la torre de Gálata, con sus hirientes colores,
como un cohete. Se lo dije a Bettina, que había
roto en Estambul, aunque luego volvieron juntos y, sí,
ella también me dejó de hablar, por qué no decirlo, todo eso años después,
pero yo aún recordaba los Alpes y el día de diciembre en el que fuimos
pequeñas piezas de un brutalismo chic. Tenían gato,
fue lo último que dijo. Pero yo recuerdo las puertas cerradas un día,
Kenwood House, sí, Rembrandt, oh, Boucher, adiós, pintores, marcho
para no volver, ojalá queden esas pinceladas mezcladas en mis ojos en el día
de mi muerte. Queden quietas, junto a mis turbios colores,
floten como plumas en el aire de la noche definitiva,
noche diáfana. Tal como los zorros salí de madrugada, me fui
cuando dijiste. Nada quedó por sentir, nada por hacer. Las viejas calles
agotadas de calor me esperaban y los árboles, en toda su integridad,
me daban la espalda. Rosas equiláteras, os confieso, tanta verdad
me agota. Poco es ya lo que lleva la voz. Qué tal
en el trabajo, qué tal él, ella, nunca tú, nunca nadie,
solamente los demás, nunca nosotros. No sabemos
amar, todo es tan vago que hasta ese verbo se pronuncia
sin miedo al otro lado. Salí de madrugada, sin hacer ruido,
salí mientras dormías. Solo cerré la puerta, sin llaves,
solo me alumbró esa bombilla, solo sin un abrazo,
sin despedida. Debe quedar claro que es eso, que no habrá
otra cosa. Que eso son las formas del último día. Así
acelera el autobús. Así uno dice adiós a los reinos
de su vergüenza. Adiós terrible Hawksmoor,
Dios mío, St Mary Woolnoth, tumba perfecta, tal que bien estoy
muerto. Qué importa que no me hablen tus amigos
qué importa que no haya nadie, volver para siempre y que no se note
es navidad, todos vuelven. Pasa el tiempo, que no se note. Qué importa
perderte, perder el padre, el amigo, bailar y cantar en el monte, nada,
quiénes sois, dónde estáis ahora. Eso. En esa orilla sin destrucción ¿por qué
no ha nadie? ¿Por qué no viven allí las familias? ¿Por qué no construyen
allí sus escuelas? Salí de madrugada, sin hacer ruido,
nada sentí, nada viví. Qué ridículo es a veces
sentir algo. Solo para que una emoción valga
la moneda de esa empatía no solo imposible, innecesaria. Allí
quedaron las vías, los trenes que se oían desde casa. «Es justo», dijeron
los que defienden los veredictos sin conocer la ley. Pronto las vidrieras
estarán rotas. Y un cuerpo volverá a inclinarse hacia una juventud perfecta,
como aquellas voces de desconocidos en Lewisham Way. Hay algo en ellas
que explica algo de vital importancia. La verdad es un sol bajo
que mantiene viva una humedad sedienta. El fin de la violencia
fue como la confesión de un secreto. Por eso llevo aquí el mensaje
de mi padre, el mensaje de mi amigo, aquí traigo tu silencio, los huesos húmedos,
las hojas caídas, la ardilla, el libro, las goteras y aquellos primeros aviones
que aterrizaban ruidosos de madrugada. ¿Qué pueden expresar con amor
los primeros en decir que la belleza no existe? Como si la boca no fuese
más que una atracción final. El cuerpo es bello porque la destrucción es bella,
porque se inclina sobre los secos descampados. Y seco era mi interior
el día que fui a dormir al bosque o cuando dormí en un banco en Lisboa,
allí también el ruido se convirtió en una bola de fuego y el futuro
se derritió entre mis manos con la forma de ese surtidor de brea. Espera
a ser desmembrado, quemado por el fuego, por las incandescencias boreales,
dispersado por los vientos. Eso no es ya el mismo cóctel en el mismo mirador
de un hotel de cuatro estrellas. Eso ya no es ver el alma. Mira
el mismo descapotable nuevo brillando en Brompton Road, ya adherido a su ser
por la constancia de las cosas que jamás importan. Constancia. Hace años
los hombres lloraban en los sermones de Fetullah Gülen, viví en Rotterdam,
Schiedamse Vest 65, 3012 BE, lloraban.