Cómo puede una misma fuerza
empujar al Sol hacia más perpetuas regiones
y hacernos pronunciar en cada casa
palabras de un mutuo desconocimiento
en la más irremediablemente separación
de las vidas.

Esa fuerza quizás no es una fuerza,
sino un cuerpo invisible. Quizás tampoco un cuerpo,
sino algo roto como un ladrido sin perro. Algo
que perdió el amparo de sus causas
retorciéndose contra sí mismo.

Puede ser lo que sea. No importa. Conozco
tanta belleza intacta comprendida en los misterios
que no necesitan mis ojos ya ninguna realidad.

Conozco la vida que se esconde en la nada,
y la alegría oculta que encierra el vacío
como un delicado vapor de fértiles transparencias.

Conozco los aromas de todos los alimentos
y sé hacer con ellos un alimento nuevo.

Y ya sé caminar como mira
cada nuevo ojo vagabundo, y caer como pesa
el fruto de la vana espera. Desprecio el cielo,
porque es mi mirada la que lo sostiene
tras ver la mirada tuya
clavada en el suelo
y ya me sobran todas las fuerzas.

Ya veo la relación de tu voz con el todo.
Ya sé amarte sin el sentimentalismo de ningún detalle.
Ya conozco el modo en que tu ser sostiene el mundo entero.
Ya veo nítidamente tu inmortalidad.

Manos débiles que hacen trizas la luz
y rompen cada brillo en mil emanaciones.
Ya lo profundo es dueño de todos mis gestos.
Ya me gobierna la debilidad que se impone
a todas las fuerzas. La inutilidad que desmembra
cada destreza. Esa flecha inmóvil para siempre
cuando su arco corona la velocidad de la luz.

Porque todas las fuerzas
son previsibles.