«¿Cómo puede alguien alegrarse por el mundo
excepto cuando se huye»
— Franz Kafka

Los vivos, como la ebriedad
de la luz para un mar de destellos
cuya belleza destruye los signos concretos.

Los vivos, inmóviles ante una avalancha
de lugares tranquilos en los que se nace
con una lentitud suficiente para que rinda
el cuerpo de otro modo.

Amarles paralizadamente, de modo que
sus sombras emerjan confundidas
creyéndose almas. Caricias negras,
como espumas de anatomías al borde del pánico
cuando las interminables fiestas prosiguen
en noches ya para siempre incompletas.

Bailar sobre hojas quemadas y encontrar
lo que puede compartir el que no tiene,
para que sin cruzar de acera el mismo fracaso
te deje casi intacto. Ahora que la vida
pasa de largo, mala y desbordada, no hay recuerdos
aunque todo sean ecos. Vivos. Ecos de la alegría
y del dolor que descienden mansamente las cumbres
del pasado. No importa si no aciertan a cruzar
el noble río de la verdad. Pero de qué vale
vivir sin estar del todo aquí, sin el coraje
de dar media vuelta a la muerte mirándola
cuando un cuerpo desde una nube de dulzura
se para a abrazar lo que otros ojos
vieron extraño. La esperanza de compartir el misterio
con el ansia con que el agua busca la desembocadura
solo se abre cuando se ama mansamente,
pues el misterio no deja rastro
en los hombres desgastados por lo que aman.

Ten en cuenta que muchos vivieron juntos
que solo quedó una soledad insobornable,
que no se buscaron sus torpes resonancias negras
al morir. Por eso sé que el amor solo comprende
la debilidad sin fin.

He vuelto a ver las cosas como antes.

Pero es imposible saber si hay una sola
muerte universal, o si una distinta y única
para cada ser. Si hay un lugar
donde los abrazos de ceniza se alzan
como grandes columnas en flor en el fondo,
al final de todas las migraciones.