Un cuerpo tembloroso y suspendido
ya no es cuerpo, sino un hojaldre de niebla, una alfombra
de escalofríos, un techo de temperaturas serpenteantes
que gira sobre sí mismo cuando se alza en cada cuarto
la noche – las palabras ya agotadas hace rato
en un punto inconcreto y por completo irrelevante: esa noche
que ya dura tanto como una etapa vital en la que no nos reconocemos
y que sin embargo ha adquirido una complexión o una textura peculiar
que nos define y arrastra. Noche última, porque
en ella el cuerpo desciende y se arrastra sobre un lecho
de algas filamentosas, pesebre de insomnios destemplados,
porque es la noche en la que la oscuridad se adhiere al alma
como una ventosa de miedo, como el rito cruel que late
en la oscuridad resquebrajada del asfalto. Y en cada herida
una costra de luz interior fermenta, una luz nueva hecha
para cruzar, para bien o para mal, el río de lo indistinguible.