L’insomnie est la seule forme d’héroisme compatible avec le lit.
— E. Cioran

Hay una piel de escuchas comunes, un pacto
de ideas que sobrevuela las verdades firmes
y las costumbres irreprochables. Una segunda voz
que grita y suplica, siempre inoportuna,
y que se abre dentro de uno como un cráter
inesperado o patético. ¿No es ahora cuando fallan las fuerzas
y cuando la tensión crucial que marca el tono de la vida
se transforma en una vaguedad imprecisa? Sí, floja,
como un soplo débil en el huracán del tiempo cuando todo gira
hacia el interior. ¿No es ahora cuando una nebulosa
de tristeza o cansancio se disipa a través de infinitos mundos inertes
como una joya interestelar de luz negativa? Sí, y no hay
tiempo para cantar de nuevo, porque nunca más defenderemos
con nuestros actos difusos y toscos ese amor único y primordial
que imaginaron a través de tremendas cajas de resonancia
nuestros ancestros. Tan infundada es la presunción de conocerlo
como la creencia de haber presenciado en vida algún acto
profundamente dulce, bueno o acogedor. La belleza del mundo
huyó de nuestros ojos a través de la historia y, ante el mundo,
en su inmensidad, cada hombre manifiesta
solamente una carencia inédita, una incompletitud
más entre otras tantas en una corona de humo
imperfecta. De la vida

no queda más que el rastro de fuego de la ceguera.

Hay que mirar al vacío para entender lo que fue
vivir cerca, y hablar como un río de hechos
donde lo que creímos ver directamente a veces
era ya un eco. Y ahora ese eco se percibe, claro e inmóvil,
pero también irreal, quizás menos deformado
por las ansias de realidad o por las ganas de vida hasta que
el ángel de la deformidad recoge su mensaje y lo devuelve
a una región intemporal de paciencia para sellar con él
las puertas del paraíso. Recuerde quien lo recuerde, dependa
lo que dependa de nuestra memoria frágil, ahora podemos ya
amar entrecortadamente, amar como un racimo de uvas de oro,
ver por última vez a quien sea. Rígidos. Allí, durmiendo en un sofá. Allí,
en un hotel de las afueras. En una habitación cerca de la plaza.
Salir de madrugada a la calle fresca, al dragón
de frío y de humedad de los regresos perdidos. Las palabras
no resultaron tampoco demasiado claras. No hicimos
nada bien, se entiende. Y se entiende también que se agotan
las oportunidades, los cartones del bingo, la munición, las monedas,
cualquier ridícula pieza de mundo cuya falta supone por un instante
un problema práctico excesivamente concreto. La obvia consecuencia
de ser solamente cuerpos que piden y piden. Cuerpos cuyo deseo
crepita como la llama de un fuego abstracto. Con el delirio
de la presión de la yemas de las ramas tiernas, escalofrío hacia el que chocan
los trenes espirituales de la crueldad y el amor. Difícil es distinguir
la negación de la realidad que nos hace libres
de la que nos hace locos y que por eso todavía imaginamos
que ese puente que deben cruzar las almas de los muertos que, ya o aún,
entienden que la locura de vivir es una especie de arcoiris de ceniza
que nos muestra el camino hacia la eternidad. Pero cada cual
define los buenos sentimientos a su manera, hay
tantas definiciones de vida como personas. ¿No es acaso esto
un triunfo irónico? En el momento exacto en que uno se duerme
puede descifrarse la firma del sueño en la oscuridad pastosa,
queda un cuerpo dormido en un sofá, en una salita. Te vas
cuando amanece guardando el recuerdo de esa inconsciencia
y llevarlo para siempre en el corazón como un hallazgo constante:
pero ver el monstruo, también, ver todo lo que ignoras de alguien
aunque no sea capaz de distinguir nada. Ver algo importante
aunque no seamos capaces de entenderlo. Entender la astilla inarticulable
del rechazo al que se ven sometidos sin saberlo
esas almas asimétricas, sometidas automáticamente
a la crueldad de un fallo involuntario
e imperceptible. Perder
el desconocimiento protector. Saber que de nada sirve
demostrar lo contrario. De nada sirve el corazón
cuando la vida no brilla por sí sola. La cuna, el ataúd,
esa muchedumbre de amantes cuyo deseo implora seres
hechos, cuajados, nítidos. Es un hecho universal que el coraje
aún no sirva más que para remediar una catástrofe o para
conseguir un logro vano. Tu serenidad
es una forma de indiferencia que desprecia todos los modos posibles
de dañina clemencia. Como hay perdones que matan. A ciertas horas
se abandona el silencio el cuarto. Los faros del coche a esas horas
aún se pierden en la niebla. La noche es una catedral de astillas. Adiós
a esos seres enteros solo porque nos redujeron a una pequeña
parte de nosotros. Su entusiasmo
lacrado por el esfuerzo innecesario
que pone en sus esperanzas
su gran inseguridad. Y se repite a sí mismo el mensaje de Dogen Rinpoche
que sugiere una extraña forma de desenvoltura:
sin esfuerzo el deseo, sin esfuerzo el olvido,
sin esfuerzo la vida. Ya ni si quiera digna, tampoco grácil,
simplemente sutil como imperceptible el momento en que se pierde
no una oportunidad, sino una dimensión vital, una parte del alma
algo que más profundo, algo que sin ser una esperanza
formaba parte de nuestra raíz. Un extraño gesto,
una extraña mutación del habla provocada por un miedo
o por una esperanza inconfesable, quizás
también un cansancio gradual, pero siempre un conjunto
de reacciones en cadena, siempre un inabarcable
racimo de causas perfectas. Recobrarse. Una forma de vitalidad
que en las viejas culturas recibía un nombre concreto, y que creías
que había sido dueña y guardiana de tu cuerpo en algunas ocasiones.