Un barco ocupa lentamente el mar, sus velas
aún conocen los rincones del cielo vacío. Viajar
hacia el lugar donde las puertas del agua se abren
como las alas de un pájaro y se cierran
como las hojas de un libro. Creímos
que el trato común con un cuerpo dejaría
en nuestras manos la brisa de esa piel invisible
que es a la vez nuestra primera cuna y el límite último
de todos los mundos. Crecimos sumergidos
en la absoluta posibilidad de todo, arropados
por una catedral de profundas temperaturas,
empujados por los ríos más irreverentes del sol
hasta no saber ya si la luz brotaba del alma
o hacia el alma. Llenos de fe. Lo ignoramos
hasta que logramos perdernos al romper con nuestro gozo
las formas del sentido, hasta que la urgente madrugada apagó
aquellos juramentos sagrados. Pero aún este verano
tu cuello huele a trigo. Aún en estos tiempos,
aún en estas calles, aún en estos grandes y hundidos
abismos meridionales. En el fondo del mar hay una imagen plena
que endurece el espejo. Y si la voz tarda hay una luz soberana
que entiende mejor que las palabras el silencio que cristaliza
como cristaliza el secreto de la tempestad en las aguas tranquilas.