Cuando no hace falta más
que dejarse ser, cuando el mundo habla
a través de nosotros, cuando se percibe todo
junto, sin notarse el gran caudal, porque
es tanta la fuerza que nada necesita sentir
ni hacer sentir nada. En ese momento brota
la fiebre dulce que nos hunde en lo más puro
de la existencia. Cuando eso es así
desaparecen las imágenes
y solo existe la luz en el gran reino
de lo que siempre nos encuentra
desprevenidos. Ser el nadie de nadie,
lo incomprensible, eso que ocurre
cuando dos espejos quedan,
por fin y por casualidad,
perfectamente paralelos.

Esas fiebres que nos hunden en el barro real
son al mismo tiempo lo embriagador
y lo escondido. La luz que llena todo
y que se convierte en piedra. Y la piedra
que se transforma en animal. Luz,
que es también lo que demuestra
que la voz no la forma el aprendizaje
sino las pérdidas. Esa fiebre habla
como florece la dureza de un cuarzo oculto,
como canta la amarga resina de esa madera
que entiende el tú de la flor
y el tú de la raíz.

Qué aprieta más, la raíz a la tierra
o la tierra a la raíz. Qué vive más,
la vida o lo vivido, el gozo o la esperanza,
la vida o la muerte. Qué ama más
el amor encontrado o el imaginado. El buscado
o el inesperado. Qué llena más, lo que está ahí
o lo que falta. Dónde está el calor,
en lo que arde o en lo que apaga. Dilo,
pero sabiendo que no me llamo yo
y que no me llamas tú cuando pronuncias mi nombre,
de nada sirven las palabras. Nunca tuve nombre,
solo el silencio me llama. Soy el agua que cae
queriendo entender la frecuencia habitable
de un hábito oculto. Razones hay, y por eso
las ecuaciones de las nubes hablan siempre
de una respiración cuyo aire desea
con toda su fuerza
respirar.