Por encontrar en un silencio
el habitar compartido de una geometría
ancestral, por vivir hacia el interior de la vida
reuniendo en un punto lo vivido y lo no vivido,
por buscar permanecer en una fuerza tan débil
que nunca falta. Callar humildemente pronunciando
el silencio de los demás sabiendo que también es
una voz que acompaña, porque en él habita
el secreto perfecto de lo que nunca salió
de su interior. Llegarán a más las noches y en ellas
las voces que se pierden en la oscuridad se convertirán
en el clima favorable de las regiones fértiles. Allí cerrarán
sus ojos las dulces alimañas soñando sus destrucciones
ajenas al precioso daño que sostiene su ser. Y esa ignorancia
será el aroma de las flores malditas, pues en su paciencia nadie sabe
por qué frente a la muerte no queda nunca claro
el contorno de la vida, por qué en cada choza se pierde el día
antes de la noche, la noche entera y tras la noche
el amanecer completo de la luz. Por qué no se demuestra
que puede partirse la claridad como el pan y que pueden perderse
más que los pasos, perderse el camino, el viaje, el destino,
hasta que no se entiende esa extraña mezcla del aire y las alas. Por qué
los dialectos, los trenes, las veces y los lejos
son nidos de máscaras entre cuyas ramas el frío avanza y cruza
las soleadas terrazas vacías de enero, ciego
como un estéril manantial de palabras sin sentido. Crees
aún en algo que no renuncia a su simplicidad y a su fuerza,
en una vida que desciende de una oscuridad remota. Compareces
ante los tribunales clandestinos de las noches cuyas sentencias
condenan nuestros desórdenes elementales hasta que de repente
una visión se aplana y en su dulzura cada punto de luz
se dobla infinitas veces sobre la visión eterna
de un mismo color. Y en medio de una selva dañina queda
tanta luz apilada como columnas de monedas que se cuentan
hacia un barro que con paciencia espera su forma. Para qué hablar
si podemos evitar el recuerdo innecesario. Para qué soñar
si aquí ese color encarnado, ese granate noble, reposa
ajeno a la multiplicación de sus apariencias. Aquí el verde, ahí
lo nublado de Irlanda o la lenta madrugada gris
de Stonehenge. ¿Me quisiste? Se conserva estable y desconoce
el brillo ese enigma. Y cada luz aislada finge iluminar lo que oscurece,
dice sentir que permanece en lo que pasa de largo. Viejo ciclón
de los cielos de yema que esperé cada tarde, y que vi reinar frente a mi
durante años. Y sigo sin entender por qué los mudos firmamentos
trenzaron sobre grutas cenobiales
sus grandes voces de piedra. Por qué ese telón de fondo,
por qué ese límite infranqueable, no fue
una radiación de fondo. Y por qué no tiene ser
y por qué no tiene aún nombre. Pero por eso quiero que existas,
aunque de nada valga la espera. Hay que desaparecer, sí,
pero por qué no desaparecen siempre en alguien
los frutos de la salud y de la fuerza. Por qué son eficaces
las armas que dibujan la facilidad del dolor. Podríamos
haber tomado tantas formas… Pero la imagen de la vida
solo es una más en la baraja de los espejismos: las formas
sentidas, formas aceptadas, el duelo,
el humo de la ouija loca y lo desconocido en ti que ruge
como una jaula de fuego. Sentir nunca es sentir
si no se rompen los moldes del fuego. Si no se conoce
lo desconocido a través de una presencia sin límites,
si no se vive del mismo modo que caen las tardes, como relinchan
de noche las yeguas, quietas sobre el nido de la luz. Hasta que por fin
haya una palabra que se pronuncie con toda la vida,
allí donde los cuerpos se convierten
en lagunas inmensas. Así, en esta niebla reposa el cansancio
donde las ronchas de la luz emergen como unas islas
perdidas de piel. Donde se echa
de menos a alguien. Hasta que por fin las ausencias
son abismos transparentes, canciones cantadas por todo lo que existe,
surtidor incontenible de todo lo que puede sentirse,
torres de luz. De la luz que adoptó todas las formas, de la luz
que dio lugar a todas las imágenes. Aquí rombos de mármol,
allí las llamas quietas. Aquí un tiempo circular
y ahora el espacio. Un frío favorable, ese brillo
de la luz que se pierde en la luz, cordero celeste,
ese fin donde la muerte no existe, y donde tiembla la humedad
cuando se arrodilla en nuestras sienes la lluvia y todo
lo que lentamente tiembla y se desmorona
hacia la querella de los cauces, hacia el fondo
de los astros perpetuos. Hacia la voz de ese regreso
debemos vivir para siempre
y comprender las leyes de una luz maciza,
y aún en la fragilidad, en el marjal o en la yesca, debemos
poder ser ahogadamente el Gran Caudal Desconocido.