Pretender la felicidad universal es una desfachatez, y una estupidez.

— F. Nietzsche [1]

 

El ser humano tiende a desarrollar una visión ingenieril de las cosas cuando su compromiso con el mundo se basa en el afán de resolver problemas. La resolución de problemas no tiene nada que ver con la búsqueda de ideales. La resolución de problemas parte de una imperfección heredada, es la consecuencia de las malas soluciones del pasado y la causa de nuevos problemas imprevistos que, cómo no, harán que la visión ingenieril sea todavía más necesaria.

Esa visión tecnócrata se asienta en tres formas de confianza. Una, los expertos encuentran soluciones para los problemas propios de su campo. Dos, ante los nuevos problemas va a ser siempre posible que aparezcan nuevos expertos que los resuelvan. Y tres, las soluciones encontradas por los expertos siempre serán compatibles entre sí. Incluso si aceptamos el primer presupuesto, ya de por sí discutible, aún nos quedaría justificar los dos restantes. Pero, ¿qué expertos son los que forman a los nuevos expertos capaces de afrontar técnicamente los nuevos problemas? Ninguno, pues es improbable que la formación de los nuevos expertos puedan o deban realizarla aquellos que han causado o no saben resolver los problemas del presente. ¿Cómo se evalúa la compatibilidad de soluciones en distintos campos? Haría falta esperar a las consecuencias o recurrir a unos ‘metaexpertos’ cuya existencia es improbable por la misma razón que se ha mencionado antes. La debilidad del ideal tecnócrata por tanto no es su aparente déficit democrático, sino lo insostenible de su lógica: no tiene en cuenta que no es lo mismo resolver un problema a nivel local (arreglar un enchufe) que aportar soluciones creativas que sean útiles o valiosas a escala global.

Como la gran crítica a la tecnocracia ha sido su déficit tecnológico los tecnócratas siempre han aspirado a que sus soluciones sean ‘democráticas’. De ahí viene lo que nos hace creer que democracia puede diseñarse como se diseña una máquina. Así, tenemos expertos en sistemas representativos que mediante modelos de ingeniería institucional o electoral —adaptados a las circunstancias concretas de un país— pueden influir en que la democracia funcione de mejor o peor manera. Tenemos gestores culturales capaces de decidir hacia dónde deben dirigirse las subvenciones a la creación y cómo deben controlarse los flujos de difusión cultural, para que cada ciudadano esté convenientemente informado y sensibilizado. Y tenemos arquitectos que trabajan con la alquimia del espacio para que cada uno de nuestros desplazamientos dentro de una ciudad o edificio se conviertan en una fiesta de encuentros que fomentan un enriquecedor intercambio de perspectivas.

Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal reciben el premio Pritzker: «La obra de Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal refleja el espíritu democrático de la arquitectura.» Y se añade que el ideal de una arquitectura tecnológica, innovadora, y ecológica puede ser perseguida «sin nostalgia». La propia mención de la palabra espíritu en la primera frase es ya un síntoma de nostalgia y una prueba de las terribles contradicciones que la arquitectura contemporánea se enfrenta cuando se plantea como parte de un programa tecnocrático de solución de problemas.

Decir «sin nostalgia» en el fondo no es más que un gesto que pretende evitar que volvamos nuestra mirada hacia el pasado. Casi puede decirse que hoy en día todos los expertos —salvo quizás los que se encargan de enterrar el pasado en el pasado— están de alguna forma interesados en evitar mirar atrás. Esa censura involuntaria es lo que blinda nuestra creencia ciega en el presente como culminación de una tradición que podemos ignorar confiadamente. Este no es el lugar para desenterrar ninguna polémica entre antiguos y modernos, es suficiente con que quede constancia de nuestra creciente incapacidad para recibir herencias culturales del pasado, establecer diálogos y adoptar soluciones que se sostengan en algo más que el confuso viento de las fuerzas de difusión cultural del presente.

Expertos en democracia, expertos en el presente. Pero la solución de problemas no tiene nada que ver con la búsqueda de ideales, y cualquier noción de democracia que no contemple la posibilidad de que surjan —y puedan perseguirse— ideales resulta sospechosa. Y no somos capaces de perseguir ideales precisamente porque no tenemos la capacidad para volver la vista atrás. Y no podemos volver la vista atrás porque tampoco tenemos la fuerza de mirar de frente al futuro. Pasado y futuro son las dos grandes masas de inexistencia que nos rodean, masas con las que convivimos tras digerirlas y procesarlas convenientemente para trasladarlas convenientemente traducidas a los problemas del presente. Pasado y futuro, no son ya más que unos grandes horizontes plásticos de legitimación discursiva que nos conceden, puntualmente, del gozo de creer que estamos insertos en algo. Pero son espacios intransitables, ficticios, porque transitarlos es caminar por los bordes mismos de la muerte, es encontrarnos en lo que todos los seres humanos hemos tenido siempre en común, eso que invalida en cada segundo la creencia en un presente que hace aguas por todos los lados. En esos territorios no hay problemas solubles, solo ideales, porque son territorios en los que se mezclan las exigencias más ridículamente mundanas con nuestras más profundas ansias de inmortalidad.

Pero en este caso hay algo de extraño. No hay nostalgia. Quizás tampoco futuro. Y tampoco quizás un presente claro. Al menos no ese presente que nos asalta con la urgencia de actuar. La solución que Lacaton & Vassal encontraron al problema de la plaza Léon Aucoc de Burdeos fue señalar que no había ningún problema, que no era necesario tocar nada. Eso era así en un rincón insignificante y ni siquiera particularmente bonito. El tiempo desaparece. No hay problemas ni ideales, sino una simple manifestación del cariño que supone que la vida siga, y que dentro de esa normalidad cada cosa tenga tiempo y lugar para encontrar su ser de manera natural y espontánea. La democracia no es tomar decisiones de cambio, sino comprometerse con la permanencia, con un no actuar casi taoista a escala social. Lo cual requiere una simple cosa: no ver problemas ni necesidades donde no los hay. El ideal de la arquitectura es saber no construir, saber no cortar un árbol, saber no imponer un concepto ni una imagen. Saber no cambiar el mundo. Esto me hace recordar las palabras de un amigo, hace ya veinte años, en la azotea de un edificio de Rotterdam: no hay que tocar nada, incluso lo malo y las equivocaciones merecen respeto. Gracias, Luca.