Quien come cada día lo que hace es cerrar la puerta
que da al ser y al tiempo. Come y calla en su casa
de exactas habitaciones y a su hora. Y así se pierde
el oscuro nutriente de la semilla, la herencia del tiempo
y su fuerza fija, la eterna filtración de los sucesivos
instantes. Hasta que la fuerza de su peso
haga brillar la armonía de su supervivencia. Comen
lo que hay, porque serpientes enroscadas dicen
«trabaja, cobra, vive, pues justo es el salario
y plena la vida». Pero cuanto más se cree en el mundo
menor es el sentido que brota en libertad desde el alto trono
de las fuerzas perdidas, las que escapan a tanta
plusvalía, a tanta mano todopoderosa y a tanto
dios escondido. Tanta baja techumbre y sucia cama
que cada noche recibe una nueva vida de placer
y pánico. Una más. Como se apaciguan las bestias
y ya en el río hondo se ahogan los milagros. Soy
un órgano, tal vez, pero vida que aún se oculta
y no se comparte cuando la sagaces crueldades
asignan a cada momento su negocio. Tu ganancia
es la certeza de mi fragilidad. Por eso aun busco
mil láminas de voz en tus palabras. El diamante líquido
en las puertas de la experiencia. La materia negra del capital.
Tu fuerza indetectable. Lo que no vale en ningún trabajo
y sin embargo se agota. Porque la vida que no rinde
es vida pura, como un estanque de agua que pone
en tu mirada el velo inexpresivo, eso que calla. Porque
lo que no se hace amar es lo más vivo. Lo que te deja
igual de solo y pobre es lo más vivo. Lo ruin,
el obcecarse, la locura. El sabio manantial
de las pérdidas, la leche más íntima de cada ausencia,
la saciedad que esconde la digestión y lo que hace
vida del alimento y de la vida alimento. Se oculta así
la equivalencia más profunda y el trasvase más exacto y sagrado.
La vida hecha y perdida, el tiempo empedernido que acaricia
con sus yemas de aire el fondo feroz de lo que aún no brota.

Y son sus ojos torbellinos de fiebre. Y es el río una avalancha
de aire que quema. Y los caminos desfigurados serpentean en vano.
No hay ya allí. Somos una semilla.

No hay pausa en lo llano, todo viene de un hueco dentro,
de un esplendor donde nada es espacio. Ni útero,
ni cama, ni casa, ni campo, solo voz sin rostro
que tiembla bajo un cielo que ya no logra
mantenerse en lo alto. Pues queda poco más que un recóndito
destello, que un recodo compacto por el que se fuerza
lo exterior sin espacio. ¡Ahóguese todo! ¡Ocúpese cada lugar
donde algo quepa! Eterno castigo, fuego, llanto y muerte
¡Dense las vidas por nada mientras quede tiempo!
El mundo debe ser solo límite, con el agradecimiento
de lo que no pertenece ni al dentro ni al afuera. Son así
los abismos de tiempo cuyo nido es la simple confesión
del caos. Son así los cuerpos cuyo rastro deja una canción
cual fuerza miserable de la vida. Como el gozo redentor
que se esconde entre sombras, como la vaga sensación de persistir
que añade un modesto grito al silencio. Es ley que rige.

Como adquieres la forma de la única voz
que responde.

Entra. Al tiempo de lo que habita y resplandece.
Expulsa de tu corazón las voces que por venganza desoyen
el ruido de la soledad, el silencioso susurro de mis labios,
cuyo molde fue el más expectante de tus silencios.
Entra. Permanece, da la espalda a esa vida que a sí misma
se da como recuento, como hecho, ya inevitablemente tuya. Es
una soledad tan evidente y tan fugaz que nada se descubre,
todo lo erosiona. Entraña de arena y polvo, fondo del vértigo,
noble lealtad del aire puro que se agarra a una desgañitada
vida como si la cosecha paciente del sueño no llenase
matraces de delicado vidrio, que luego se lanzasen
y haciéndose pedazos aún dijesen «soy» hacia dentro,
hacia donde la piedra se devora átomo a átomo
haciendo de la voracidad alimento y del alimento
el hambre tínito. Por tal geometría de la pausa se anuncia
la muerte eficaz y sigilosa. Lentamente, como un silencio
que hacia dentro se derrama, porque siempre será el tiempo
un palacio ardiendo cuyas derrumbadas salas
se ahuecan una vez más hacia el infinito. Sea así,
pues no hay razón más honda que la que se proclama.
Que devore el animal todo lo posible, y sea
su ley universal esta profecía.

Hay comida en el plato y un fuego exhausto. Y un ataúd
de cristal. Rómpelo. Rómpelo. Hunde tus manos en esa arena
de huesos y serán raíces por las que asciende la vida
de los muertos. Sabemos que nos matan, que nos roban,
y dejamos que se sientan bien dándonos cosas. Acaso
pretendemos provocar su demencia. Nuestra alegría
les ofusca, les hace robarnos más y aquí llegan, de nuevo
con sus rostros desencajados. Al borde del ridículo,
les ofrecemos un gran coro de carcajadas. Nos roban,
unos trabajamos en la cantera, otros en la gravera. Unos conducen
camiones de arena. Otros pesan las piedras. Comen como bestias
frente a sus hijos y celebran sus triunfos. Han aprendido a vivir
irónicamente y levantan templos sin puertas en los que inyectan
chorros de monedas. Y al verlo sentimos que nuestros ojos
se salen, pulposos, enrojecidos, solo vernos nos hace reír.
Trabajar, trabajar, trabajar. Dicen amar lo que odian
porque el amor es un medio tanto como como la caridad
un trabajo social, una tarea programada. Hemos aprendido a vivir
siendo premeditadamente sociales, como premeditadamente
nos abrazamos y en nuestra extraña prisa aún siempre
se asienta un temblor de voz, un resto primordial,
un grito en la sombra. Pero de vez en cuando la tarde se acorta,
y corre un velo sobre los días pardos del pasado, dibuja
una frontera hacia dentro y una frontera hacia fuera. Dos límites
maldicen la lluvia que no disuelve, la niebla que no ciega,
el aire que no ahoga y el ruido en el que se hunden
estas palabras que sobran hurtando la frondosidad mutua
a las manos que se estrechan. Cae un objeto-alma,
y ya ni la levedad reina en la urgencia de lo que todavía lucha
por convertirse en leyenda.

En esta casa de ladrillos cada día más prietos, donde aún cabe
ese tiempo que se expande con la vaga cadencia del ojo por ojo,
luz por luz. ¿Cabe existencia más vengativa que esta
que devuelve la mirada hacia su origen y solo encuentra
tinieblas y pozos? Y que vuelve al día a día con el hombre
formado a la hechura del negocio, guardando para sí
solo la locura de comer, la certeza de sentir que vivir
es hacer caso a un hambre tan misterioso como impropio de la vida.

Terca prosperidad del esclavo cuando el éxito es un llanto
que surge de surge de un abismo roto, de un alimento oscuro
que nos devora. Aún cae el fruto porque brotan las semillas del suelo
como destellos que fallan y no cesan. Son desapariciones incompletas,
ruinas de otros mundos, restos de su propia entrega. Piedras.

Ved, lamenta la lluvia quien está de paso, quien tiene prisa
y en esa prisa prolonga la agonía de sus ancestros,
el miedo de su homo habilis, el nunca despertar
del pleistoceno. Nunca supimos habitar el lugar
en el que debimos permanecer. Cuando amanecía
en la casa vacía, siempre extraña, nunca mía. ¿Cabe pensar
que se puede morir tranquilo sin ser capaz de desear más
que lo vivido? ¿Es acaso un hombre quien toma por alimento
lo que no es más que el resto de su última entrega?

Hemos confundido la señal.