La edad, ese círculo de años para enterrar en vida
el tiempo de contar lo que callamos, cada vez más hundido
y pobre. Por ella vuelve lo que no pasa lleno de días perdidos,
ya siglos en el fondo de su esperanza. No será nuestra
la luz que finge en su terca hondanada, la vaga audacia
que irrumpe a cada paso como una forma de hablar
en la que todo es extraño. Pero fiel hasta que arrecien
los nombres que resuenan, y el silencio brille como se acercan
las mozas al río que todo lo atraviesa, a la verdad que se sigue
cuando se viven juntos los días eternos y a oscuras se tienta
el lomo de la yegua en el más lento descabalgar. Será
como hablar de amor de lejos cuando duela el desprecio,
como se funden los pasos inmisericordes que nos llevan
al trabajo, a la sentencia, a lo abyecto o al rito.
Como una vez acudió el sol a la vida y a la gracia. Y hoy buscase
quien a sus años y en su dolor llegase a comprender la audacia
carnalmente dictadora, el augurio de una sombra desbordada
sintiendo su felicidad como el sabio gozo de esa muerte
que en su más pura paciencia todo espera. Ella, que todo lo posee,
ella, para quien la vida es un simple adorno. A ella se asemeja
la codicia que florece. Ella, hacia la que aún regresan los muertos
con el susurro de sus últimos desgastes entre la muchedumbre
cada madrugada. Ni un hombre sin pan, ni una civilización
sin historia. No hay gloria en la extinción si el desastre
es imperceptible. Dócil servidumbre que aún hacen los restos
de las ofrendas si mil manos tallan caballos de piedra y aún cuentan
historias de bueyes degollados en cuyas cálidas entrañas
descubrieron saltamontes y espigas de bronce. De las ropas
desgarradas a los paños menores, de la loza hecha añicos
a la tumba constantemente profanada. Así se separa matemáticamente
el tiempo del tiempo. Así traspasa lo incompleto los márgenes
de cada vida y se hace forma. Porque las cuentas miden
lo que a cada paso se cumple en estas tardes que se cierran solas
cuando el deseo esparce los cuerpos en humildes catres
y hay ya humaredas por las que ascienda la noche
entre guiños de sándalo y lengüetazos dulces. Aire
y senos desbrozados. Pues hace falta no creer en nada
para que cada palabra sea un manantial de vivo resplandor
y las puertas se abran radiantes hacia un nuevo rito eterno.

Como esa mano de la oscuridad a la que damos nuestra mano,
como un aire empapado de futuro. Otra vida sin apariencia ni engaño.
Ningún miedo, ningún deseo vano, ni una mirada en falso,
porque en este mundo no hay abandono ni muerte. A las puertas
deja la soga. Afuera. Y entra, que ya mis manos derriten
las guadañas y sobran los cuidados. Y solo habrá amplias miradas,
miradas sin imagen, con cuerpo, hechas cuerpo. Hasta que otro
día perdido se pare, donde nada sea revelación, donde los pasos
se hundan. En la vida-lodo que se derrocha porque fácil es gastar.
Igual que se arrama el agua del cántaro lleno. Otra señal,
otra forma, otro lugar en el que descuidar la memoria esperando,
hallar la lejana voz de las antiguas verdades volviendo
al monte del que no debí alejarme. Nuevo cántico redentor,
música asfixiante por la que el poder se consume desde dentro.
Otro gran café que cierra, otra mirada que se pospone para siempre,
palabra que se marchita en la boca, cera que gotea en el fuego,
paisaje destruido, frontera cruzada, lecho abandonado. Porque son aire
el recuerdo y el odio que las crueles sangres mezclan para siempre.
Y quien respira no quiere más que fallecer tranquilo un día
despertando hacia otra vida mientras persigue el susurro que escucha
en lo hondo. Mas no hay hondura. Es la alta tapia
de las almas, el no saber si tras el muro algo se agita o descansa,
el no saber quién eres cuando no te recuerdas, cuando siembras
sensaciones que se pierden, sentimientos que caducan.
Cuando algo te ayuda a lanzar más lejos tu semilla y quieres
dar la esencia de cada momento. Y los demás te piden tiempo.
Y cuando quieres guardar el tiempo con las manos, estrecharlo
y comprender que todo siempre cabe en cualquier lado. Y los demás
te empujan a un después de sombras
en el que nada se entiende. Pero sabes que no hay
memoria pequeña si es grande lo sentido. En lo fugaz
todo se escapa porque es más puro. Así, nada nos devuelve
lo que cada vez es más claro, pues es también
lo más perdido. Si cada nuevo intento fracasa
y cada rostro es distancia, cada palabra reproche,
cada luz demencia, cada pan piedra, y la verdad
de las extrañas celebraciones acalla el canto baldío
del exilio en cuya melancólica santidad impera la distancia
que demuestra que pasó el tiempo de tener casa.
Y se diluyen igual las ganas de deambular por los bares
en busca de las cosas que tardan, de filtrar con tus sentidos
los pedazos de las tardes desechas. Fallar. Olvido
que amenaza las risas que en su normalidad perdieron sus detalles,
sus contornos, el sentido de dar lugar a otra forma de vida. El canto
del mirlo y el espliego.

In viel Bekümmernissen.

Lo que tarda sin que nadie lo espere, el fin de todo.
Un eco en el que flotan las manos que se agitan cansadas
cuando nadie ocupa el lugar de nadie, ni aun si todos
se ponen las máscaras de todos. Cada momento
y así siempre, por donde el agua surge, hacia el esfuerzo tenaz
de las condensaciones que nutren cada constante duración.
Porque una ira ciega con pasividad, desprecia lo que ya no se dice.
Porque es más fácil tener hijos que cantar el pasado del que viene el eco,
las carnes antiguas por las que vuelve el alma a no necesitar palabras,
aunque en ella, perdida en su fracaso, diferente renazca
esa muerte tan siempre la misma. No lo que decir cantando,
sino lo que entender en esta noche triste y humana
donde se oye la razón del silencio intacto que se da
a cambio de todo lo dicho. Del confuso murmullo que anuncia
un porvenir retenido. Remanso. Aquí, el mas grande y demostrado vacío.
Aquí, justa, la ausencia como señal de lo posible que precede a todo,
la razón suprema por la que la nada es inmensa ante el ser.