El dolor aprendió a ser dolor. Nunca lo olvidan
quienes mueren solos y despiertos. Aquella voz sagrada
que aún tuvo fuerza para pronunciar un nombre. Su dueño,
cuyos sueños lechosos y sus médulas casi inertes
aún atravesaban desesperadamente las cicatrices de su pecho,
le mostró con sus despojos la impudicia de haber ido a oír
la resonancia de su nombre dicho por un muerto. Fue
a escucharlo, solamente a escucharlo,
porque nada supieron ellos del misterio de vivir
y de comprender. Apenas si compartieron el respeto baldío
de los hombres que habitan la costumbre. Fue a oír la voz
del más allá, a sentir la insondable profundidad de las tumbas,
la inmensidad del tiempo, la fragilidad del recuerdo,
los cántaros rotos y las heridas del puño machacado
al romper las lápidas para resucitar cada mañana una vez más.

Aún todavía, una vez más, para hacerse más sagrada su voz,
ya lamentable y sin fuerza, sin otro cobijo que el amanecer.
Viviendo aún para romper las siete puertas del infierno,
para derribar los muros de la eternidad,
y yacer de madrugada en las afueras. Tan faltos
de cariño los pasos de tu deserción,
tan carente de historia esta intemperie nerviosa
en la que no se recuerda jamás una cosecha.

Esos suburbios de nadies que hablan con nadie
palabras de nadie destruidas en su intento
de volver mansas hacia la verdad y el sentido. Cuando la calle
postrada, en su bochorno de envidia siempre agónica,
es el hoyo que todo lo descuadra, el fondo del desastre.
Donde no hay más certeza que la muerte. Y aún así
se oculta. Pues no son ellos tampoco los que mueren
deshechos, cansados de sentir lo ajeno que late, de andar
por el estrecho sendero del miedo que se bifurca
yendo las lágrimas por un lado y los pies por otro.
Pues han decidido vivir a ciegas, morir sin enterarse
y piden tiempo y paz para celebrar sus ganas
y ver que aún valen y se lanzan por sí mismas. Y saben
expresarlo, pero sus palabras son lo que destruye todo,
lo que arranca de raíz la vida, lo que retuerce
y exprime lo seco, lo que lleva el agua al cauce
sometida a las más crueles leyes, arrestada
por las más secuaces verdades.

Y la verdad, ya como rito, ya como distancia
es nada. Pero la nada es algo. Algo que ampara
si el tiempo aguarda. Pero uno mismo
ni tiempo tiene para ver la vida en quienes no ama
cuando algo llega a lo que a uno le queda de hombre
y le sobra de bestia. Se finge que se ama
sobre una meseta sin caminos
donde todo cicatriza y nada sana.