Siempre llega el día en el que se cierra una puerta extraña
y algo va por dentro y algo por fuera. Y ya nada se acompaña,
todo se espanta, se da la espalda, se olvida
y respirar es la herejía en la que lo creado rechaza
su propia creación y obliga, en tal alto mandato, a surgir
a un mundo nuevo del que ya no es parte, a conciliarse lentamente
toda sabiduría y toda destrucción. Y ya solo quiere volver al silencio,
a la ausencia y la verdad de los días remotos, a la rabiosa ignorancia
que habitaba entre quince paredes. Donde todo fue posible. Volver
a aquellos campos tan infinitos.

Esta es mi carta.

Quiero, simplemente, morir en soledad, merecer nada
y existir como el ser en desbandada. No quiero ser nadie,
nunca más nadie entre rejas de palabras y de sueldos. Poca es
la virtud del rito de trabajar y merecer, e ingratos son
esos hijos que apenas si heredan nuestras muecas. Por eso quiero
dar mi vida al silencio, a las largas tardes, perderme en la noche
y caducar cada día en el mismo pozo de abrazos perdidos.
Olvidar las palabras, refutar los hechos. Pensar que no me conocieron,
que pasó el tiempo y fuimos tal aluvión de falsedad y miseria
que apenas llegaron ciertas vidas más convincentes a recordarme
como el oropel de sus máscaras. No comprendieron
las ganas de vivir, el miedo a morir, el abismo en que caían
los hondos anhelos. Me necesitaron como necesitan
los cuerdos a los locos, los guapos a los feos, los listos a los tontos.
Con el cariño de la supremacía. Con desidia y precaución. Por eso no habrá incertidumbre ni verdad en cada amanecer. No son estos átomos ahogados
en su eterna energía el secreto de ninguna vida. Esta puerta
solo la abre una llave de fuego y muerte. La mano de ese demiurgo
que dice «libertad» sin excusa ni causa, que crea para ocultar,
angustiado, un silencio más profundo: el charco donde se ve a sí mismo
y calla. Ese silencio primero y oscuro que por un acto de gravedad y gracia
aún yace dentro de todo. Debo regresar callado
al mundo del que surgen las venganzas, al instante
de todos los abandonos. Allí donde parece no haber
más que rabia sanguinaria y aún falta sangre para ocultar la sangre. Volver
a la pereza de quien enmienda su carencia por anticipado
haciendo de ello su destino. Regresar al reino del olvido. No habrá cenizas
fue solo humo, vaho, aliento, desgracia y nada.
Nos miraremos de frente, ¿pero llegaremos a donde nos esperan?
Libertad estéril: no hay comunidad que valga ni compañía que apacigüe
el miedo ante el abismo de mis propias palabras.

No estuve allí, en el hueco profundo en el que una soltura nace,
es en la semilla que no brota donde la fuerza se conserva:
allí conduce la rabia de la que soy eco. Ancho campo que aún espera
sus destruidas primaveras, que envejece entre nubes de polvo y silencio,
pues hay unión de la que ser silencio todavía, y que se hace a un lado
con sus ciénagas más densas, con las fuerzas más profundas.
Para volver a cabalgar la noche que desbroza su amargura.

El atardecer. No recuerdo aquel atardecer en Madrid
pero era yo el que ahogaba su tiempo en mi silencio.
Pocas veces caminamos juntos las calles que en su extraña densidad
fueron la contorsión del vapor en cuya entraña surge el rayo.
En soledad y en silencio luchamos contra nosotros mismos.

Lo sabré: no quise que me alcanzase el pasado.

No estuve allí, pero sigue siendo mi tierra y aún en ella
hay un foso de voz fría y condenada. Sea santidad, sea herencia,
su historia como un lento amasijo de cauces y latido del laberinto
de las formas de la nada. Tampoco vienen de ella los reinos invisibles
ni los objetos que agarran tus manos. Como nadie está jamás
en el lenguaje que no ejerce. Ni dormita la voz.
Nadie vive lo que no dice, como nadie conoce
la carne próxima que el deseo convierte en memoria.

Pero la ley que todo lo ordena es una:
la ley de ocultarse a sí misma. Y la palabra de la tierra
es humareda y piedra que se lanza contra otra piedra.