Volveré a sus laderas. A la canalla soberbia del antepasado,
a esa vida de ceniza añeja e ignorancia, de amistad interesada
y alegrías nerviosas. Perteneceré a una tribu de fiestas maniáticas,
a la obsesión del más absurdo repetirse. Seré la impotencia que crea
sin artesanas manos ni delicada herramienta. Volveré, aun si estos brazos
no cultivan esa tierra que al pisarla ya siempre me es ajena. Pues se vive
para olvidar la heredada crueldad, pero siguiendo las huellas. Se olvida
en la senda y el olvido es salvación y condena. Hay que atar todo lo visto
para que estos ojos vean hoy atardecer. Ocupar todos los lugares
que vació la muerte. Todo hombre merece esa cruel amplitud,
porque malo es el mundo si se hereda el dinero o la miseria
y no la culpa. Si se hereda la tierra y no la mentira. Si se heredan
los tronos y el instinto, y no una memoria que busque el amparo
de sus días en otro documento viejo, con una ciega fe
de guerras y mandatos. Volveré, siempre, al maldito cuidado
de quien me anula, al interés del que pregunta de lejos, al elogio
que te hace ser tú mismo en soledad y extranjero en sus rutinas.
Figurante en un teatro de preocupaciones vanas. Vulgar virtud
de un humanismo más triste que el adiós a la belleza. Barata calma
la de los miedos concretos que eclipsan el gran misterio
de la hermandad secreta de los abismos que se abrazan
en lo hondo. Nada hay para el desesperado cuyas raíces
se pudren entre raíces. Pero volveré, y volveré a algo concreto,
al aire de las penas que se cuentan en los bares sin que nada quede
para el que cae en sus pozos y destruye su ser
en cada cada instante. Seré quien no se halla en lo que hace,
sino lejos, quien no encuentra a nadie en los cuerpos que le hablan.
Derrotados consejos, desgana, precaución, reproches y dinero.
Ya no tiempo, solo profesiones, limosnas y gimnasios, caridad,
filantropía y mecenazgo, festivales de muertos con sus aplausos,
una idiota agitación de las papilas, nada. Lo que pone todo por delante
y da su ser como regalo, no solo la molesta luz de su carencia.

Pero llueve en Houghton Street con sus esculturas más fantasmales,
con la piedra más perdida y el cerebro más perdido. Dime, Diotima,
háblame ausencia, cómo se regresa al camino. Dime
por qué los caminos siguen siendo caminos
si en el fondo de la vida apens queda viva
la misma inexpresable perdición. Dime qué ocurría
si de verdad el mundo fuese sagrado
y, en él, nuestra vida el lugar de su máxima expresión.
¿Hacia dónde dirigiríamos nuestra mirada y nuestros pasos?

Que me hablen de ti. Que nadie me hable. Que me acompañe
en mi regreso. Que me dejen solo. Que te acompañen.
Que valga la sombra como fuerza. Que se crucen los infinitos
en las paralelas. Que se pierdan los días. Que crezca el árbol.

Si el mundo es dinero que se retuerce como una llamarada ilógica,
brillando como masas desesperadas de un éter
que ya solo consume sus cenizas. Cuando las miradas se alcen
como briznas de billete calcinado, como un humo que se postule
como única alegría, cuando todos los ojos están hechos
a la hechura del fuego y sean fuego, reinará el poder de la tribu
de la experiencia. Mundo cuya descomposición
es lo más perfecto si de día cantan los druidas
del manierismo financiero. Si la buena ideología
mantiene como ficción el esfuerzo de sus rostros iluminados
por las antorchas triunfales de su domada inteligencia.
Tal que todos callan y sienten filtrarse una moneda
por toda su piel, y creen que el mundo está completo
cada vez que alguien hace algo por un mísero precio.
Lo que sea. Momento cumbre de la creación
no es que un alma esté dispuesta a trabajar
por menos de lo que otros pueden pagar, sino que eso
provoque un aluvión de murmullos interesados.

Europa. No hay nadie que entienda el error,
no hay equivocaciones ni lamentos, hay destino.

Ya nadie decide, ya nadie es. Y en esta ciudad triste,
ya hay una ley por la que todo es propiedad de un dueño,
incluso si las calles se llenan aún de desfiles y danzas
y vienen las gentes de fuera con ganas de fiesta. Llegan de lejos,
a esta ciudad agotada en la que ya no hay ganancia posible
y sus pasos cristalizan como los destellos de un deseo intacto,
generoso. De un cuarzo extraño, de una luz incombustible.
Una luz sin fuego siempre atenta. Esta ciudad tan ultrajada,
tan completamente poseída, tan exactamente descrita
y tan cansinamente negociada entre las siempre mismas figuras
de un bien y un mal antiguos, tan cansados y desgastados
como los placeres que se ofrecen a los hombres que vienen
de lejos y con ganas de fiesta y que beben irónicamente
como estatuas, ya por la mañana, siete atmósferas por encima
del placer y el tedio, más allá del bien y el mal, ajenos a las leyes
del dinero y las apuestas. Y que esperan ese atardecer verdadero
en cuya dimensión habita la inmovilidad que agranda y subyuga,
la imagen que oculta su resignada forma de ser otros, distintos,
como objetos, como las piedras de ese río endiablado
que desemboca tarde en un mar lejano. Volveré a las laderas,
al monte, a todos los terrenos sin construir, a todas las cuevas,
a esas llanuras que solo conocen lo que el agua deposita
y sienten que debajo de ellas se puede creer en algo que nunca nace
en la labranza y en el tiempo. Porque hay una fertilidad invisible,
un aire artesano capaz de todo. Y en ese barrizal
querrá sembrar mi voz la semilla de todos los pensamientos
y se hallará muda. Por esa piedra que nunca se compensa
y nunca se dirime, que nunca agota su dureza
aun cuando la llamada más hueca sea el silencio de todos
los aún esperan. La renuncia, ese cielo de asfalto,
esas calles agarrotadas donde los pasos se hunden
en campos de ruido. Donde las mismas voces calladas
conceden a las riquezas vacías el honor del rito de enraizar,
y ya no vuelve a verse esa gema de arcilla, esa ceguera de tierra
que se recibe en herencia y cuyo horno necesario son los pasos
que acompasan las voces celestes que se consagran de tú a tú
en la celebración interminable de la riqueza interminable.

Fuertes columnas de bronce que todo sostienen,
antorchas en las que arde la sangre del animal más puro,
fruta petrificada que conjura impune el arco de la no sensación,
cuando alguien desfallece entre ansias y ahogos. La escena demuestra
que no hay muerte justa, porque no hay vida justa, pues hasta el deseo
es tan concreto que empequeñece y duele. Y allí se abre
la puerta que todo lo delata, la estancia donde el poder se consume,
donde el metal se funde y el alma es grotesca y se quiebra
y se hace polvo, ceniza que cubre su cuerpo aún vivo, conjuro,
poder contra todos los poderes. Esas columnas son palabras
en las que hierve la sangre del mármol, la lluvia marcial
que disuelve las sepulturas de quienes aún no murieron
lo suficiente.

Todo se corrompe aquí. No hay pureza intacta. Creen
en el mundo y vuelven a él. Los que lucharon volverán a luchar,
porque hicieron de aquello su orgullo y alguien instauró con ello
una terrible verdad. Para ellos las piedras se convertirán en huesos,
contemplarán las ruinas como espejos y volverá una imagen-dios
a ordenar la restauración de templos que con su nuevo color
desbordarán los corazones de las gentes del futuro.
Por eso quiero habitarte en la desolada soledad del miedo,
quiero hablar hasta que las deformes verdades confiesen su mentira.

Volveré al aire. Queda aún tanta torpe seducción, tanta madre primera
y tanto canibalismo en la digestión caleidoscópica de cada microbio
en su artificio de placer y poder. Nadie duda, fueron bestias embrutecidas,
sangre de volcán, aún cuando en paz, en Sorrento, otros forasteros venían
a casarse con sus hijas, insistiendo en dar inicio y fin
a la talla de otra quimera. No se hereda la mirada y quedan las almas
ocultas en la historia como entre una maleza densa,
también las que mueren sin secretos en ese exterminio
de pieles sobre pieles, cuerpos que por la gracia del matrimonio
fornicaron en la casa de sus padres. Y por eso el olvido parece razonable
y se instala en amplios salones hasta que allí, perdidas las tumbas,
con la pereza de la muerte, los animales mudos cuya experiencia se hunde
en un caparazón y un esqueleto fosilizan entre capas de arcilla o limo
que se aprietan con la fuerza del abrazo, como el lodo reposa y sedimenta
hasta deshacerse y darse en magma su materia hacia la piedra del futuro.