Vuelven las calles, vuelven las plazas, a dar fe de la vida
y se siente en ellas el agrandamiento acompasado del alma,
el gozo de la verdad que lo empapa todo y llena el tiempo
al darse cada paso hacia lo más profundo del ser,
aún cuando todo lo eclipsa esa llamada de los cuerpos
y esa carne que se toca por legajos. Siempre hay una palabra
que rehace la imagen del cuerpo que se canta, un cuerpo
de agua y de aire, de azabache y de cobre, que baila al son
de flautas de barro, en medio de un campo sin tumbas,
sin huesos ni ajuar en sus entrañas. Desvanes, azoteas y un alimento seco
como agarra una mujer un brazo con fuerza. Adornos y atavíos,
cristal del suplicio en el que el campo es la víscera que sentimos fuera,
una tierra que se filtra y se hace arena y lodo y lava y fuego sin materia,
solo luz perdida en el centro de un torno. Donde ya nada es mundo.
Hemos conocido en nuestro ser, bajo el orden, la herejía cabal
de lo indeterminado, lo que nunca se cumple en ningún sueño.
Porque no solidifica lo que aún se retuerce. Calles cubiertas de niebla
y aires rocosos, tinieblas graníticas y ojos sin augurio,
solo destino: confusión de Babel o regalo de Pentecostés
pues cuanto más dura es la vida, más suena el alma ácrata del idioma.
Es la voz siempre nueva que recorre las calles.

Grita el aire al saber que los cuerpos nos empujan, nos inundan,
nos sepultan. Pues la carne sepulta la carne por una vaga
inercia heredada. Y apenas nos corresponde el fruto
de una extraña suerte que embarga la desidia enalteciendo
formas imposibles de pasión. Unos entre otros, entrelazados
como vetas de un esponjoso mineral empapado de mieles.
Así se aprieta un pecho ahogado contra el dorso de una mano
dormida. Así una voz pronuncia mi nombre queriendo decir otro.
Pues son nuestros nombres el eco del miedo,
la mueca de pánico, un remolino de odio.

Son los hijos la imagen del ser que se ausenta,
y el amor una rutina que supura tedio. Y cuando las noches
descarrilan ya no atraviesa el campo tu pecho amordazado,
y nunca están mojados tus pies a la orilla. Callas,
pero el silencio no es la catedral. Y las calles son laberintos
que se desangran de angustia. Y solo venden las tiendas
la fatalidad, el destino, la tiniebla. Las heridas vendadas
y el olor, la duración, la fuerza. Como se olvida el abrazo
entre avalanchas de tiempo. Expectante eternidad
pasa olvidando el pacto que dio a nuestra voz su verdad,
su amplitud respirada. Concordia. Resonancia.

Respira la flor el canto cada vez más profundo y breve.
Y aun sin la razón dice que hay tiempo. Pues el tiempo es lo que define
la propia presencia, el testimonio de la virtud . Pero, no,
no hay tiempo, ya solo somos peregrinos y nuestros pasos
son las piezas del reloj, pero ya nunca más el tiempo.