Quien hubiese visitado cada casa, habitado hacia el fondo cada espacio
y apagado su sed no con agua, sino con la jarra que es forma de vida,
ya llena de alegría o ya del miedo a mostrar su fondo vacío. Vida,
cuando al caer la tarde todo respira el vuelo de ese aire en soledad
que olvida a cada paso lo que con más lentitud se rinde. Y aún,
arrastrando su soltura fantasmal por mil cuartos húmedos
donde la casa nunca es tiempo y ya se habrá hecho cárcel
en la que se vive porque no caduca el cielo. Allí verá el silencio
de las necesidades y el grito de las vanidades que convierten
amor en desprecio. Tardío y vago orgullo de irse, costumbre
de bajar por esas tristes calles de nuevos edificios que se cierran
sobre los patios de todas las conveniencias. Vida útil, fecunda
velocidad de los placeres y de la identidad concreta
de todos los que su rostro estamparían en monedas. Ya caminas
por los renglones de una ciudad diezmada, ya atraviesas la tozuda
membrana de mis filtraciones cuando noche tras noche cierras
mil tabernas testarudas sin que nada se añada a la historia.
Caen tus pasos ya perdidos e invisibles para siempre
en lo alto de la noche. Piensas que si las palabras tuviesen fuerza,
que si la fuerza que falta se diluyese allí donde yace aletargada
pero irguiéndose, por la franqueza de su instinto de resurrección.
Que si de esta debilidad surgiese el poder. Qué absurdo
cuando el que nada da de sí ni para sí, el que apenas mantiene
su vida por costumbre, deja la palabra de la que mana el tiempo
en su espacio propio. Alma y único amor que pudo ser cierto.

Qué tiene de malo comprender lo malo, cometer la herejía
de prescindir del trato perdido, permitir la distancia que salva
lo que el cuerpo rechaza. Qué es vivir lejos ahora y no antes,
desmembrar cada noche en tus pupilas, si apenas queda
la vanidad de pronunciar el nombre de otro amante
cuando no es la libertad ni el deseo lo que nos encumbra,
sino la mala necesidad o acaso el miedo. Vago reflejo
de cada héroe que regresa, cabizbajo, temeroso. Dulce
fragilidad de esa hazaña misteriosa que ni él mismo
entiende. No hay audacia ni justicia, no hay más triunfo
en este mundo que el capricho del azar que arde a mansalva,
que disfraza la triste miseria de encontrar el uso adecuado
para cada arma. Ya no hay nada, ya regresa la muerte
por el mismo camino. Y los caminos son santos y las calles son santas
porque los pasos devorados por la niebla avanzan entre quejidos.
Pero amanece. Y los cuerpos regalados a la prisa se encienden como velas
e ignoran que, latido tras latido, lentamente se rebajan sus rutinas
y perecen. Miran, ya por dentro, el viento que agita sus harapos, el polvo que habla, la avaricia que pudre sus raíces, la ambición que ahoga
sus deseos. Vimos el poder de la pasión, el poder de la ausencia,
el significado completo de todas las edades.

Somos la excepción de todas nuestras consecuencias.

Míseros pueblos cuya prosperidad es la mensajera oculta de la muerte.