Volverán tus pasos cansados en tus mismas sandalias
de cuero viejo, arrastrándose en el mismo éxtasis de polvo y piedras,
como el presagio que siempre se cumple. Y aunque aún nada
se distingue, todo se acerca al horizonte que confía en tu presencia,
y tampoco hoy traes noticias. No has estado en ningún sitio,
no has cruzado ningún mundo, solo pisaron tus pies
un nudo de distancias. Has vuelto al final, has respirado
el aire abandonado de todos los regresos y has agotado
tu más íntima fuente. Eres un hecho. Pero la lejanía
siempre es redonda y rinde, tal vez como una pobreza
muda, ancestral, que gira y gira sobre sí misma, pero también,
tal vez, como la más rancia riqueza. La que descuida lo que perdura,
lo que sufre, lo que ama. Ya no queda tierra antigua. Una ley
deroga el encuentro de cada instante con su eternidad,
su fundación en la entraña más viva de los días. Y vuelves a mirar
en las almas el poso ennegrecido, con la misma mirada apagada y caída
incapaz de recordar el destello fetal del que surgió
la tersura del cuerpo y el idioma, las llamas plateadas
de las noches y las lágrimas, aquel rito esencial
que restauraba en cada paso la consistencia del todo.
Y así amanecía siempre y regresaban los cuerpos mudos
al trabajo y se agarraban sus almas a otras vidas,
en su canto, al alba, en el campo, con el tiempo y la herramienta:
la tozudez del hambre, los frutos del azar y la torpeza
de los pueblos sin historia. Bendita fe en el vasallaje. Te recuerdo,
óyeme, no has de cruzar aún este río silencioso. Aquel día
fuiste toda la desnudez del mundo, no había axiomas
que no fuesen al mismo tiempo la coronación universal
de tu piel, no había abismos más profundos
que la última frondosidad de tu corazón.

Volverán las prisas, las burlas, la enfermedad, la derrota,
el desprecio, la soledad y la muerte. Este es el camino
que lleva a la pradera. Este es el camino
que se pierde en el bosque.

Allí está todo. Aquello es todo.
Volverán los insectos, la sed, el cansancio.
Volverán tus dedos a moverse como riachuelos de miedo.
Las noches serán noches y en las calles a oscuras
habrá quien diga algo y luego calle. Habrá quien llame,
habrá quien piense que habrá alguien para quien la vida
fue un paseo, un atardecer tranquilo, un no llegar
a perderse, atravesando el fondo y hacia el infinito.
Un gesto, un símbolo, un paisaje de antepasados
que siempre fue en vano. Habrá quien mire las estrellas
porque son su puerta abierta. Y llega a casa y nada,
el armario, una alfombra, un bidé, el cajón de los cubiertos.
No sabemos si es dulce o absurdo lo que nos mantiene,

o si cabe mirar hacia lo lejos sentados en el banco
rodeados de los rosales que eran nuestra alma.
Las veces que tuvimos hambre. Ojos nuestros,
palabras. Tanta semilla hundida en cada tierra
cuya angustia no germina. Tierra. Negra, aún brillante
en el más profundo asedio, todo peso, mismo caos de polvo y piedra,
ley de ciénaga que hace respiración de cada ahogo,
y fuerza desmedida que desenmascara
la pasión vulgar que no da más salvación. Pues en ella
no solo se diluye el sufrimiento ajeno, sino que se calla
la voz que mira hacia lo puro y alto, la razón que nos devuelve
al secreto del único y último persistir. Púdrase el agua, arda el matojo,
cálmense las bestias enfermas en la profundidad de su idioma
porque nada aún es aire, todo se consume. Son las formas encharcadas
en cuyo ahogo se prepara la nueva visión. No ya hacia el misterio,
solo hacia la latencia, la abnegación, la desidia.
Porque todo rezuma, como todo se hunde.
Como las risas torpemente la vida chapurrean. Tan brutas,
tan vulgares. Ahogándose en sí mismas lentamente,
en la misma ruina, hacia el mismo resplandor
hundido entre piedras, ese alimento oscuro que nos devora.
Pero nacer, hay que nacer siempre entre raíces. Todo, ahí,
todo vuelve a ser un tesoro de tiempo y esperanza.

Y hay que salvar, con más brazos por cuenta,
con más furia que la que desata la insurgencia del todo,
salvar la gracia de lo postrado en el umbral del ahora,
caminar por bosques de tifones, acallando en su ritmo
la repetida canción que envenena la aurora. Durará el ahogo
toda la juventud, hasta darse el día en el que el hogar
sea una huida desleal y compartida. Extraña creación
en la que se hace el principio en la huida, pues se huye
del miedo al todo, al bloque de piedra severo e informe
del que es preciso eliminar las formas posibles.
Todas excepto una. Pues todas las imágenes surgen
de una luz insoportable.