La naturaleza falla. Las tierras fértiles se convierten en yermas, lo que en un momento daba abundancia y paz en otro no es más que fuente de hambre, desesperación y violencia. De la desertización natural se espera la lentitud y posibilidad de adaptación, pero la naturaleza otras veces falla de repente y sin piedad, a través de catástrofes caprichosas —terremotos, sequías, incendios, plagas. No hay lugar en el mundo en la que no se haya producido una catástrofe. Hasta en Europa, donde se dice que la civilización surgió gracias a su clima benigno y generoso. Los terremotos han sido escasos, pero los ha habido, como el de Lisboa, y volcanes como el Vesubio, hambrunas como la irlandesa, epidemias como la peste.
La naturaleza falla, pero se caracteriza por su incapacidad de dominar al ser humano. La diferencia entre la naturaleza y la técnica lo es entre la traición y el dominio. La naturaleza no posee la capacidad técnica de exprimir al ser humano introduciendo un constante estado de excepción. La naturaleza falla, pero no tiene una capacidad organizativa, la dependencia que genera es relativa a su posible fallo, a la posible existencia de condiciones adversas. Y el interés por superarlas produce el advenimiento de la técnica, que en su sentido ideal está hecha para evitar la situación de excepcionalidad, pero en su sentido contemporáneo está hecha para inducir la situación de excepcionalidad.
¿Pero no son las máquinas sino una representación fidedigna de las leyes naturales, no son sino el modo en que la materia se apodera del lenguaje humano y lo somete para naturalizarlo a la fuerza de nuevo?
Podemos esperar de las máquinas las mismas catástrofes que de la naturaleza.